Fosa común El 20 de noviembre de 2014, un perro murió atropellado. El propio golpe lo sacó de la carretera y lo catapultó al césped, cuyo verdor resultó lo último que captara su condenada vista, justo antes de que quedase perpleja y congelada hasta el día en que los gusanos terminaran con su cometido. Nadie volvió a tocar al perro. El animal permaneció a menos de un metro del trillo por el que cientos y cientos de personas iban y venían diariamente. Nadie, ni siquiera las urracas se detuvieron en el maldito cadáver que comenzó a adelgazar, a perder pelos, a quedar en huesos y una melcocha negruzca, a ser solo hueso y luego nada: un puñado de tierra grasosa entre el abundante pasto, como si un enorme paquidermo hubiese insistido en dejar su huella. La hierba volvió a asumir su lugar y, a los meses, nadie pudo decir con exactitud bajo qué palmo yacían los restos que el suelo se fue tragando. Años más tarde, pocos recordaban la desagradable imagen del cuerpo abandonado y, un quinquenio ...