Lo único que pensé fue en salir a las 10:30 de la noche para la terminal, con las mismas ropas que llevaba encima en aquella redacción, con la mochila vacía, sin libros, sin abrigos… con nada. Allí, el silencio de funeraria aparece como background del chirrido de bancadas corridas, de los altavoces que anuncian rutas que llegan pero no parten y hasta del carraspeo escandaloso que antecede al esputo. Qué semana aquella de comienzos del decenio… cuando la terminal capitalina guardó mis madrugadas prácticamente una tras otra. Cuando Matanzas estaba a punto de quedar campeón y me recibía con los primeros rayos aclarando sus puentes. Cuando mi padre dijo «no vengas, porque en el trabajo pensarán que hiciste el viaje para meterte al estadio». Desembarcaba en la calle Contreras y me inoculaba en un tumulto de chiquillos de pre, que gritaban las mismas pesadeces y vestían las mismas ropas que yo, cinco, seis y siete años atrás. «Ese feo de camisa apretada se parece a lo que fui», me murmuraba ...