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Mostrando las entradas etiquetadas como Envejecimiento poblacional

Crónica de aquel invierno

Lo único que pensé fue en salir a las 10:30 de la noche para la terminal, con las mismas ropas que llevaba encima en aquella redacción, con la mochila vacía, sin libros, sin abrigos… con nada. Allí, el silencio de funeraria aparece como background del chirrido de bancadas corridas, de los altavoces que anuncian rutas que llegan pero no parten y hasta del carraspeo escandaloso que antecede al esputo. Qué semana aquella de comienzos del decenio… cuando la terminal capitalina guardó mis madrugadas prácticamente una tras otra. Cuando Matanzas estaba a punto de quedar campeón y me recibía con los primeros rayos aclarando sus puentes. Cuando mi padre dijo «no vengas, porque en el trabajo pensarán que hiciste el viaje para meterte al estadio». Desembarcaba en la calle Contreras y me inoculaba en un tumulto de chiquillos de pre, que gritaban las mismas pesadeces y vestían las mismas ropas que yo, cinco, seis y siete años atrás. «Ese feo de camisa apretada se parece a lo que fui», me murmuraba

Julio

Un escalofrío comenzaba a recorrerme el cuerpo junto con la sensación asfixiante de la fatiga. En la mesa de su casa, aquel viejo me mostraba videos de quién sabe cuántos años, en los que revolvía las tripas de un paciente y echaba agua y revolvía más aún. –¿Eso está en cámara rápida? –No –respondió. Julio había reproducido otras cintas que registraban instantes en que enseñaba a sus estudiantes para qué se empleaba cada cubierto, cómo comportarse en las más suntuosas reuniones, cómo desenvolverse entre personas de diversas características, cómo, en fin, ser un médico más allá de las consultas, el estetoscopio o el salón de anestesias y cuchillas. Me había hecho el pequeño cuento de cada imagen en la pared de su sala, el reciente porqué de cada libro que tenía entreabierto por algún lugar y me dijo que Mario Dihigo, un médico cuyas anécdotas habrá que repasar en algún momento, había sido “un tipo del carajo” . Se veía frágil. Caminaba despacio. Sonreía. Dibujaba caras d

Cómo me acuerdo de ti...

Me pidieron que hablara de Camilo y, solo por tratarse de él, me juré no utilizar ninguna sonrisa de pueblo, cero capitanes tranquilos, ni siquiera pensar en palomas, leones o cualquier lugar común que profanara su eternidad con más de lo mismo. Por ello me senté junto a abuela y sus ochenta años. Ella, aunque últimamente pocos la escuchan –porque la demencia trae eso: que la gente va perdiendo voluntad y valor para sentarse a tu lado–, tiene una sensibilidad autorizada para determinados temas. Así fue que le dije que el martes era el cumpleaños de Camilo. “Ah… sí, verdad”, me respondió como si se hubiese acordado. “Mima, ¿cómo decía el poema aquel que le hiciste cuando murió?” Dijo sí sin mirarme, perdida en la oscuridad del televisor apagado, y arrancó: “Camilo, mi comandante, cómo me acuerdo de ti, tu pueblo sigue adelante…” Ahí la interrumpí. Le reproché que dejara la trampa y el descaro, que ese no era de ella. Que me dijera el otro. Siguió sin mirarme, esta

Yo recuerdo los domingos

Para mí, abuela siempre había sido así. La conocí ya vieja y con el rostro arrugado, quitando y poniéndole las medias a mi abuelo, caminando de aquí para allá, barriendo las esquinas, pendiente del fogón. Creí en la fantasía de lo eterno, pero nunca conté con lo implacable que es el tiempo a la hora de cobrar factura. Las pistas fueron llegando poco a poco y ninguno de nosotros tuvo el valor de aceptarlo. Ahora tenía 20 años más sobre su cuerpo y, aunque continuaba realizando las mismas operaciones de su eterna rutina, le apareció una inocencia infantil en la sonrisa, la velocidad disminuyó, el sabor de los frijoles fue perdiendo el punto exacto y se empezó a acumular algo de polvo en los rincones. No quisimos verlo; cobardía, vagancia, miedo, amor; nadie sabe… y tampoco importa. Luego de ese domingo abuela dejó de caminar sin necesitar ayuda; por primera vez en años, quizá más de 70, paró de trabajar para los demás y comenzó a requerir, como la prueba de amor más grande

Abuela y la carretera

*** Premio en el Encuentro Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre (2019) en la categoría de Estudiantes *** Corrían los complicados primeros años de la década del noventa cuando ella –mujer, treinta y tantos años, delgada, trigueña, suboficial del Ministerio del Interior, ambos hijos becados en distintas universidades, padres campesinos, divorciada–  recorría diariamente, tanto en la ida como en la vuelta, los cerca de 25 kilómetros que separan a la ciudad de Matanzas de Sabanilla: un pueblo del municipio Unión de Reyes que ya ni siquiera se llama así. Conocía los horarios y márgenes de error de las pocas guaguas que cubrían su itinerario y, producto de esa camaradería que nace entre quienes chocan sus miradas de forma constante en tiempos de crisis, había choferes que hasta insistían en no cobrarle el pasaje. El ya difunto Titón, con su guagua ruidosa y vibrante, colmada de vapor en meses de lluvia e infestada de frío en temporada seca, armaba barullos cuando algún pasajero i