Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando las entradas etiquetadas como Sociedad

Tu Fantasma

Me decido a tararearte todo lo que se te extraña desde el siglo en que partiste hasta el largo día de hoy. Me acompaño de guitarra porque yo no sé de cartas y además ya tú conoces que ella va donde yo voy. Lo único que me consuela es que uso dos almohadas y que ya no me torturo cuando te hago trasnochar. Otro alivio es que en su árbol los pajaritos del alba siguen ensayando el coro con que te bienvenirán. El teléfono persiste en coleccionar absurdos. Embromarme sigue siendo un deporte universal y la puerta está comida donde la ha golpeado el mundo, cuando menos una buena parte de la humanidad. El cine de enamorados tuvo un par de buenas pistas. Nuestro cavaret privado sigue activo por su bar. Se nos sigue desangrando la llave de la cocina y yo sigo sin canciones, habiendo necesidad. Pueden ser casualidades u otras rarezas que pasan pero donde quiera que ando todo me conduce a ti. Especialmente la casa me resulta insoportable cuando desde sus rincones te abalanzas sobre mí. No exagero

Noche II sin ti

Sobre las 12 de la noche recogí la tendedera o, mejor dicho, casi toda; esa ropa reciclada que compraste y acabarás por no ponerte nunca, que trajiste tan solo para alimentar el reguero y que hay que lavar siempre porque las moscas vuelan o porque la salamandra se rascó la nariz… esas carcasas con eterno olor a escaparate tienen especial talento para quedarse húmedas. Y nada, dormirán fuera esta noche también y la de mañana y la otra… hasta que se sequen sus putos cuellos o, mejor, hasta que me acuerde. Debe ser que estoy sensible porque el calzoncillo que te dije sigue sin aparecer. Aprovechando que no estás, agarré tu guitarra. No te gusta, dices que la desafino, que sientes muchas cosas por ella y que te devuelve a los tiempos de la calle G, cuando la llevabas para hacerte la bohemia delante de los imbéciles de turno. Eso es lo bueno de que no estés: puedo tomar tu guitarra cada vez que me dé la gana. La necesito para hacerme el fresa conmigo mismo. Enfurécete, no me importa

Resistencia genética

 Por: Mario Ernesto Almeida Bacallao Foto: Betty Images Tiene solo cinco años y lo han traído al parque. Ni la combustión interna de los camiones en el esfuerzo de salir cuando el semáforo se torna verde, ni los cláxones perdidos, ni los gritos neuróticos de “¡Pásamela! ¡Estoy aquí!” lo desvirtúan de su empresa. Poco más, poco menos de un lustro de vida y no se deja reprogramar. Lo trajeron con la esperanza de que en poco tiempo sueñe, como un loco, con violar el campo magnético que se ciñe bajo los tres palos; con desbrozar regates y fintas para dejar gente atrás… mareada; con lograr que el balón dibuje en el aire ese cambio de recorrido, ese efecto siniestro que descoloca a los porteros en el tiro libre. También quieren que sepa que Messi es un “animal”, que Neymar no volverá a hacer nada grande en su vida, que Cristiano fue un personaje presumido y narcisista de los “Marcatoons” y que existe una retahíla inmensa de nuevos nombres que prometen y parecen que sí y, sin embargo, por m

Cuando yo era poeta

Por: Mario Ernesto Almeida Bacallao Cuando yo era poeta Decía tú y yo  Como si fuésemos tú y yo lo grande, lo perfecto, Como si tú la Helena de todas las Troyas por venir, Como si yo un simple Héctor… Muriendo por la honra del ajeno. Por guion, jamás compartiríamos lecho, Pero más allá del drama histórico predestinado… ¿Quién sabe? A fin de cuentas, Estábamos en la misma escena: Tú eras linda y yo, entre los buenos, el mejor. Pero esos tiempos se fueron Y la poesía comenzó a valerme verga; Ni tú tan bella ni yo estoico, Al carajo las rimas perfectas Y la metría cuidadosa  Que por siglos embelesó al guion. Esta vez solo llegué asustadizo  Como el más sato de los perros, Te dije “todavía me gustas” Y tú pensaste: “¡yo quería un poeta!”. Pero los tiempos eran cada vez más duros  Y creíste que esto que tenías en frente  Era todo lo que había. Entonces, me besaste por primera vez.

Tres meses. Diario de un médico cubano en Perú XVIII

  Por: Mario Héctor Almeida Alfonso Quien me dijera a principios de año que en junio volaría al Perú hubiese recibido una carcajada de mi parte como respuesta. Tampoco, cuando salí de Matanzas para La Habana, tenía claro el destino final. Como otros tantos colegas que entonces no conocía, estaba convencido de que viajaríamos hacia algún sitio para ayudar en el control de la pandemia. Pero país y lugar exacto… ni en broma. Después de algunos días fuimos ubicados en la brigada de la cual hoy formo parte. Tras semanas de confusa espera nos informaron de la inminente partida y, en la tarde lluviosa del 3 de junio, despegamos del Aeropuerto Internacional José Martí  sin saber qué nos depararía el destino.   Ya se cumplen tres meses de nuestra llegada; más de noventa días de trabajo, de triunfos y fracasos, de victorias completas y victorias a medias. Pero sobre todo de mucha –pero mucha– entrega. No ha sido fácil. No obstante, como decía una buena amiga que tristemente no pudo ver estas hor

De noches, bandera y plomo

Las madrugadas de julio –cuando no hay huracán– suelen ser así: húmedas, quietas, violentadas cuanto mucho por el vuelo abrupto de alguna mariposa bruja o por la luz lejana de las centellas que, mudas como estas noches de verano, se suceden unas a las otras pero nada más. Al mes de julio le salen canas y arrugas y, nosotros, de tanto inventar calendarios, meses y semanas, terminamos viviendo al pendiente de las fechas. Llega el 26, el Moncada, y pasas horas frente al teclado y sufres, porque sientes que ya todo está escrito y no quieres que lo tuyo sea como la bandera roja y negra del CDR, que de tanto sacarla todos los años acaba por perder hasta el color. *** Ha llovido. La lluvia intensa allana todo: el mar, el polvo, el viento, las hojas. ¿Así le ocurrirá a una ciudad después del asalto, del estruendo, de los gritos, de las persecuciones, del vértigo, del plomo? Las balas son horrendas. En el servicio militar, había soldados que intentaban robárselas para luego hacerse un colgante,

Las altas. Diario de un médico cubano en Perú XI

Por Mario Héctor Almeida Alfonso En estas tierras de la América nuestra no hay guardias “buenas”, cada turno es una sorpresa de casos  complejos donde, entre conocimiento y tretas de viejo lobo, intento resolver situaciones. Durante la atención al paciente Covid-19, existen estructuras del juego médico bien establecidas. Un protocolo con los cambios oportunos y un sistema de trabajo que minimiza los errores nos ha permitido, desde hace algunas semanas, ir dando altas; no solo a casos puramente infectados con la pandemia, también a otros con padecimientos graves asociados. La paciente de la cama 2, incluso, sufría una enfermedad neoplásica terminal y presentaba metástasis en pulmón, hígado e infiltración vesical.  Asimismo, nos llegó un caso con diagnóstico  de insuficiencia renal  que se encontraba bajo tratamiento dialítico. Por las características del lugar, fue imposible continuar dicho procedimiento, lo que trajo como consecuencia un componente pre-renal y post-renal significativo.

Crónica de aquel invierno

Lo único que pensé fue en salir a las 10:30 de la noche para la terminal, con las mismas ropas que llevaba encima en aquella redacción, con la mochila vacía, sin libros, sin abrigos… con nada. Allí, el silencio de funeraria aparece como background del chirrido de bancadas corridas, de los altavoces que anuncian rutas que llegan pero no parten y hasta del carraspeo escandaloso que antecede al esputo. Qué semana aquella de comienzos del decenio… cuando la terminal capitalina guardó mis madrugadas prácticamente una tras otra. Cuando Matanzas estaba a punto de quedar campeón y me recibía con los primeros rayos aclarando sus puentes. Cuando mi padre dijo «no vengas, porque en el trabajo pensarán que hiciste el viaje para meterte al estadio». Desembarcaba en la calle Contreras y me inoculaba en un tumulto de chiquillos de pre, que gritaban las mismas pesadeces y vestían las mismas ropas que yo, cinco, seis y siete años atrás. «Ese feo de camisa apretada se parece a lo que fui», me murmuraba

Treinta de febrero; la vindicación

***Declaración firmada y publicada el domingo 30 de febrero de 2020*** Pasarán cuatro años para que volvamos a estar así de cerca de un 30 de febrero. He imaginado tanto cómo sería, que incluso lo he saboreado y hasta olvidé que resulta –triste pero cierto– prácticamente imposible. Muy a pesar de lo que nos han metido en la cabeza… hoy, en lugar del primer día de un mes, debería ser el último del que recién culmina.  Saldría en todos los periódicos, en las infocintas de los programas televisivos, en los titulares de los noticiarios y hasta en el “Hilo Directo” del diario Granma.  En mediodía en TV, Marino Luzardo disertaría sobre los lugares para celebrar la fecha y algún programa de bajo presupuesto enviaría estudiantes de Periodismo a la esquina del Coppelia, a preguntar a la gente cosas tontas como: “¿Qué piensa hacer en el primer 30 de febrero de su vida?” En Twitter, aparecerían videos cursis y sensacionalistas de los presidentes más conservadores de América Latina o sencillamente

La ponchera

Foto: Cubadebate Son las 12 del día y tengo hambre. No de la que duele –esa fase ya la pasé– hablo del hambre que te hace bajar la cabeza y buscar reposo para aliviar la fatiga, el mareo.  Son las 12 meridiano y el sol está que mata en esta ponchera sin aleros. No pruebo bocado desde ayer a las seis de la tarde y heme aquí, sin fuerzas. No es que ande de pobre sin un peso ni que todo esté desabastecido, la culpa es simplemente mía, que soy un desastre con patas, incapaz de planificarme para tener cada mañana un pan en la cocina. Y nada, desperté y vine cogerle el ponche a la bicicleta porque puedo dejar de comer, nadie lo dude, pero de moverme no.  El ponchero es el tercer elemento que completa mi triángulo de dificultades, junto a los ya mencionados: estómago vacío y sol candente. Para colmo ni siquiera me roba. Me haría tan feliz que me robara… Ello justificaría más mi molestia, mi furia. Pero no, el tipo me habla mal de lo que hicieron sus colegas con la cámara de mi bicicleta, dice

A lo lejos

Mi padre, poco a poco, se fue quedando sin amigos. Aquellos de la juerga desenfrenada, los que se le sentaron al lado a quejarse de mujeres lúcidas que salían corriendo, los del abrazo joven y el auto atiborrado, la velocidad, el alcohol, los que juraron estar… todos se fueron. Partieron porque la vida es así, porque la gente suele querer más, aun sin calcular lo que tiene, porque siempre ha pasado y el mundo no se ha detenido a preguntar y porque aunque lo vendan todo, queda esa poética fe de que  donde se deja un amigo se siembra una casa , un barrio, un país o, simplemente, la embajada de lo que fuiste y querrás seguir siendo pero, en definitiva,  jamás volverás a ser. Como iba diciendo, aquellos que conocí con mis ojos de bebé se dispersaron por el mundo como bolas en mesa de billar y, con ellos, fue pasando lo mismo que con un bombillo: después de brillar por años, comenzaron a fallar y a fallar y a fallar, hasta que sus luces terminaron por apagarse y se perdieron. *** A  Israel 

Bestiario I

Fosa común El 20 de noviembre de 2014, un perro murió atropellado. El propio golpe lo sacó de la carretera y lo catapultó al césped, cuyo verdor resultó lo último que captara su condenada vista, justo antes de que quedase perpleja y congelada hasta el día en que los gusanos terminaran con su cometido. Nadie volvió a tocar al perro. El animal permaneció a menos de un metro del trillo por el que cientos y cientos de personas iban y venían diariamente. Nadie, ni siquiera las urracas se detuvieron en el maldito cadáver que comenzó a adelgazar, a perder pelos, a quedar en huesos y una melcocha negruzca, a ser solo hueso y luego nada: un puñado de tierra grasosa entre el abundante pasto, como si un enorme paquidermo hubiese insistido en dejar su huella. La hierba volvió a asumir su lugar y, a los meses, nadie pudo decir con exactitud bajo qué palmo yacían los restos que el suelo se fue tragando. Años más tarde, pocos recordaban la desagradable imagen del cuerpo abandonado y, un quinquenio

Regatear un libro

Por: Eduardo Grenier Rodríguez El sudor de las manos humedece de forma leve el papel. Hace sol. En la acera aparecen ubicados en columnas todo tipo de libros, revistas, periódicos, mamotretos raídos por el hambre de las polillas, máquinas de afeitar, mandos de TV, agujas de coser... Libros buenos, libros que nadie jamás leería ni siquiera ebrio, y pacotilla, mucha pacotilla. Parecen organizados, pero quien detiene la mirada -y los sentidos-, cosa difícil entre el gentío irracional de esta esquina de 23 y J, Vedado, se percata del desastre escondido ante los ojos del espectador indiferente. Un policiaco de Maurice Leblanc, el último diamante de Heras León, una revista Bohemia, el Granma del 17 de diciembre (carísimo e insólito demandado periódico Granma), Herejes, Padura, Martí, Kafka, mucha mierda, otra vez Padura, La Novela de mi vida... me cago en... Por qué me tiene que pasar esto a mí. Ver eso ahí, cogiendo sol, un libro casi llorando en las penurias del polvo de las guaguas que s

Adáptate

Socio, ¿tú sabes si tienen café? El tipo: esbelto, treinta años, mochila, barba, gorra, ojos saltones... levanta de forma sincronizada los hombros y las cejas en un intento mudo de expresar: "No sé". No veo el cartel puesto y hago un ademán de irme. Me detiene.  --Acere... No te vayas así, sin saber. Pregunta. "Ok", le respondo. --Buenas noches, ¿tienen café? --No, no.  Miro al barbudo y también hago un gesto con mis hombros. --Del carajo- me dice. Ellos están tomando café los cuatro. Qué descara'os son. Yo porque no tengo ganas. Si no me le quedara mirando fijo y le dijera: pero si tienes ahí, veo.  --Imagínate tú- le sigo la rima. Y eso que esto es 24 horas. --Adáptate, chama- insiste mientras cruzamos la calle, justo antes de abordar un P-9. Tu sabes qué aquí to'el mundo es familia de Maceo... la tienen así.  (Para recibir más historias como esta suscríbete a nuestro canal de Telegram )

Hembra brava

Foto: Mario Ernesto Almeida/ Cubahora Arlet pasó aquel verano haciendo “sopa”. Con solo dieciocho años, a punto de entrar en el  Instituto Superior de Arte  (ISA), iba cada jornada a las doce del día hacia aquel bar de  La Habana Vieja , donde permanecía hasta las seis de la tarde –en ocasiones más–, trabajando solo por propina. “Algunas veces nos íbamos con cinco pesos (CUC), en fechas raras con diez, pero lo común era trabajar seis horas para apenas ganar un dólar; un día, incluso, nos fuimos cada uno con 25 centavos”. Realmente no tenía problemas económicos. A pesar de recién haber culminado la  Escuela   Nacional de Arte  en la especialidad de Trombón y ser de  Matanzas , sus padres, sin excesos, cubrían todos los gastos y por esos días no dejaron de hacerlo, porque aquella resultaba la clase de trabajo “en la que sueles perder más de lo que terminas ganando”. Vivía alquilada con una amiga en la propia zona colonial y trabajaba para sentirse independiente o capaz de llevar una diná

Cuarentena gonza

Alain Mira López (texto y foto) Hace tres días descubrí que mi apartamento mide ocho metros cuadrados. Realmente jamás me interesó su tamaño, decir que vives en un edificio es sinónimo de poco espacio. Siempre quise saber de dónde salían las hormigas que utilizan mi cuarto como autopista para llegar a la cocina, pero nunca se me ocurrió seguirles la pista. Después de tres días ya tengo identificados varios hormigueros. Me queda algo de cipermetrina; se me ocurre realizar un exterminio en masa. “Mis lagartijas caseras”, como gusto de llamarles a las pequeñas salamandras que conviven conmigo, siempre hacen el mismo recorrido por la pared de la sala en las tardes. Bueno, al menos en los tres días que llevo observándolas. Debo confesar mi repentino interés de denunciar a quienes trabajaron en la construcción del edificio de microbrigada que habito. Las losas de piso cerámico no están al mismo nivel, ya he contado cinco que sobresalen y dos hundidas. Pésimo trabajo. Hace tres días noté que