Por Mario Ernesto Almeida Bacallao _____ Son las cuatro de la tarde y hace un sol de mediodía. El malecón, ahora mismo, es la gran acera de los bobos. Camino. Yo y la «del Puerto», la «del Puerto» y yo. Cosa nuestra. Cosa… El bobo de la avenida de los bobos bobo queda frente a los pelícanos –cuántos pelícanos por estos días, piensa– que a esta hora ni cazan ni la sombra buscan –medio bobos los pelícanos–, sino que reposan justo en medio del canal, con el pico recogido como tipo acomplejado en el intento de esconder la nuez de Adam prominente, con ese aspecto grisáceo y seco y mojada vida, con mirada de bicho receloso y viejo, de otra era geológica, otro lar. ¿A quién se le habrá ocurrido inventarse un pelícano y dos y tres y cuatro y cientos y miles y más miles? ¿Pelícanos para qué? A unos metros, también en medio del canal, cual claro-oscuros pequeños bultos de basura flotante –desde el prisma de mi plástico empañado–, las gaviotas. Qué asco esa belleza impoluta de las gaviotas,