Por Mario Ernesto Almeida Bacallao
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Son las cuatro de la tarde y hace un sol de mediodía. El malecón, ahora mismo, es la gran acera de los bobos. Camino. Yo y la «del Puerto», la «del Puerto» y yo. Cosa nuestra. Cosa…
El bobo de la avenida de los bobos bobo queda frente a los pelícanos –cuántos pelícanos por estos días, piensa– que a esta hora ni cazan ni la sombra buscan –medio bobos los pelícanos–, sino que reposan justo en medio del canal, con el pico recogido como tipo acomplejado en el intento de esconder la nuez de Adam prominente, con ese aspecto grisáceo y seco y mojada vida, con mirada de bicho receloso y viejo, de otra era geológica, otro lar.
¿A quién se le habrá ocurrido inventarse un pelícano y dos y tres y cuatro y cientos y miles y más miles? ¿Pelícanos para qué?
A unos metros, también en medio del canal, cual claro-oscuros pequeños bultos de basura flotante –desde el prisma de mi plástico empañado–, las gaviotas. Qué asco esa belleza impoluta de las gaviotas, esos trazos perfectos del plumaje, ese color de agencia primermundista. Yo soy más como el pelícano: medio mestizo, torpe, grande, despeinado, con mirada de bicho receloso que quizás no entiende mucho pero mira y mira y vive… con síntomas de otra era geológica; por eso camino solo a las cuatro de la tarde por la soleada avenida de los bobos, en la que sentarse es cosa de guajiros, dice Laura… y viene un barco.
Y el bobo en la avenida de los bobos bobo queda mientras llega el barco. Barco gris, de paso lento y hombres en espera y posición.
Uno en la mismísima punta de la proa, equidistantes a babor y estribor otros dos y otros dos más a estribor y babor… equidistantes. Luego una especie de cañón, después las cabinas, torre de mando, radares. En la popa otros hombres, posicionados también, menos tocados por aquello de la marcialidad. Quizás desde la torre de mando no se vea la popa y en la popa lo sepan, piensa el bobo.
¿Qué pensarán, casi en firme, los equidistantes de la proa? ¿Será también angustiosa la rutina del marinero? ¿Habrá descanso en tierra? ¿Amor? ¿Cálido lecho? ¿Problemas con el jefe? ¿Recargas de servicio? ¿Guardia vieja? ¿Teléfonos públicos? ¿Rotos? ¿Funcionando? ¿Celular? ¿Bandejas de aluminio? ¿Platos?
¿Cuán gruesa será la soga que ata el barco al muelle? ¿Qué estarán diciendo los altoparlantes cuya voz rajada el viento distorsiona? Son números, creo. Al parecer hablan del tiempo, de los minutos, mientras los pelícanos se corren un poco sin mover un ala y no se inmutan y observan bajo el ardiente de las cuatro, como si fueran bobos.
Uno de los de estribor abandona su mirar perdido y busca el muro, la avenida, mientras se pregunta quién será el imbécil que nos cala, justo en medio de la acera, bajo el sol.
¿A quién se le habrá ocurrido inventarse un imbécil y dos y tres y cuatro y cientos y miles y más miles? ¿Imbéciles para qué?
Son las cuatro de la tarde y hace un sol de mediodía. El malecón, ahora mismo, es la gran acera de los bobos. A mí eso no me importa. Navego.
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