Por Mario Ernesto Almeida
Los actores, pude ver, son un poco comemierdas con la poesía. Les interrumpen una puesta en escena y, cuando logran volver a las tablas, aunque hayan transcurrido años, retoman la obra por donde mismo los obligaron a dejarla.
La poesía, a veces, son esas pequeñas comeduras de mierda, mierda que marca y mitifica. Quizás se encuentre ahí la causa de que mierda le deseen, incluso en demasía, a todo el que está a punto de abordar un escenario.
No hay tablado sin poesía y cuando lo hay… es muy probable que no valga la pena. Cuando se sube hay que llevarla a cuestas sin importar lo que se vaya a hacer allá arriba: Ballet, música, cualquier otra danza, teatro…
Si no vas a leerle un poema a la gente, no te subas. Si no vas en busca de la mueca en los rostros –no con la vanidad de verla, sino con la vocación de servicio que constituye provocarla–, mejor no salgas del espejo de tu baño.
Sobre las tablas hay que provocar preguntas, hacer pensar, reír, llorar, causar nostalgia, miedo, sobrecoger… Que a nadie se le ocurra que la gente va a sentarse de gratis en una luneta, en un palco, dejando en pausa el resto de su vida. ¡No! La gente va en busca de toda esa mierda-poesía que tus camaradas te desean antes de empezar.
Toda la mierda-poesía del mundo que, en efecto, el público merece y hay que darle.
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