Por Lázara Bacallao González
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La conocí joven, con una belleza natural a la que nunca le vi cremas, ni artefactos femeninos que no fueran un labial y un lápiz de cejas.
Se repartía entonces en asegurar junto a mi abuela Gertrudis el cuidar a mi prima Jaritza, a mi hermano y a mí.
Una vez que iniciamos la escuela, retomó sus estudios y hasta soñó con ser médico; solo le permitieron ser abogada y, como hasta entonces no se veía así, no aceptó. Se dedicó a ser una eficiente secretaria: ¡la mejor¡ Una Carolina Olivares, pero de verdad. La máquina de escribir de sus oficinas era testigo cada año de que prometía que sus hijos serían universitarios.
La vi llegar a Jagüey Grande en domingos de visita suplicándome con la mirada que soportara estar lejos de casa, que no enjugara una lágrima a la hora del maldito motor de arranque del camión de los padres.
Presencié todas sus batallas para concretar su objetivo: “mis hijos universitarios”. Hasta hoy camina con nuestros títulos de trofeo de guerra, dura guerra de vida. Se refugia en el cariño y la complicidad de todos sus nietos.
Para ella es importante que Mayito sepa que es su primer nieto, quien la llevó a pescar y a soñar con casas de campañas improvisadas con sabanas en el patio.
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Que Arlecita escuche que es su única nieta mujer, heredera de su carácter y espíritu de lucha inquebrantable.
Que Víctor Manuel sienta que es casi adolescente y muy inteligente.
Que Emmanuel sospeche que, por ser el más pequeño, hay que cuidarlo, aunque bien se defienda.
Que Elizabeth y Daynelys también son sus nietas, heredadas de hermanas que no alcanzaron disfrutarlas.
Que Marquitos es el único que le ha hecho caso y será medico.
Y hay cosas que no se dicen mucho: que le trunqué la sonrisa con esta partida, que mi hermano la sostiene con sus ocurrencias y alegrías del niño chiquito, que la extraño y respeto por tanta entrega, que espero entienda este viaje mío de mujer médico, que la veo en cada mujer empoderada y decidida que se me cruza en estas tierras. Que me espere.
Imagen: M.E.
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