Por Mario Héctor Almeida Alfonso
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Hace algunos años, comencé a ser cooperativista. Después de haber pasado mis almanaques tras los libros y siendo polilla de hospital, la caprichosa vida me llevó de vuelta a las raíces.
No era lo que se diría un guajiro con las habilidades del resto. Nunca, por ejemplo, había aprendido a ordeñar una vaca porque mis madrugadas fueron de ciudad y de estudios.
Llegué a la CCS “La Plata” como el pescado en tarima. Nada veían mis ojos abiertos. Fue buena la recibida porque, de alguna manera, formaba parte de esa gran familia que observaba con cierto orgullo que el hijo, el sobrino, el nieto… que había estudiado medicina estaba de vuelta. Sin ningún nombramiento oficial, ya era su médico.
No fueron fáciles los inicios, nunca lo son. Vivía en la cabecera provincial, trabajaba en un hospital en el que, además de mis labores asistenciales, poseía obligaciones administrativas. Mi esposa, también médico, hacía su especialidad en La Habana y prácticamente a mi entero cuidado quedaban dos hijos pequeños.
Pero el tiempo se hace cuando las ganas están. Poco a poco intenté reinsertarme en ese mundo sin descuidar la profesión. Recibí muchas manos. Mis tíos y mis primos, guajiros de verdad, fueron el gran apoyo.
Había que cercar, pero no había alambre de púas y al bueno de mi primo Israelito se le ocurrió la brillante de idea de cortar cardón y sembrar. Como por aquellos lares no existía el espinoso y cáustico cacto, fue necesario cortarlo en la zona alta de la ciudad y transportarlo 10km en Camión hasta la finca. Fue una maratónica jornada donde quedaron algunas cercas listas y en la que, como “premio”, recibí una de las ácidas gotas en un ojo.
Desmochar se convertía en fiesta y otro de los primos, Eric, alias Comején, como cariñosamente mi padre lo bautizara, era el experto en esos lances. Subía a lo más alto del árbol nacional y, allá arriba, desprendía los racimos de palmiche.
El primer parto de los cerdos dio penas y ganas de llorar. Un solo descendiente, ni bonito ni robusto, al que más de una persona me incitó a sacrificar, mas no me atreví.
La puerca se reivindicó en cada nuevo parto y sus camadas, de diez o doce animalillos, le dieron un poco más de aire a la economía familiar. El animal perdonado se convirtió en una hermosa lechona que, al igual que su progenitora, incrementó considerablemente la cría.
Las vacas fueron otro problema. Estaban tan viejas que no daban leche y fueron cayendo ante mis ojos… una tras otra. Pude, con la ayuda de la cooperativa, de la empresa de Genética y de mi amigo Ismael, cambiar poco a poco esa imagen y hoy existen más de 8 vacas, varias novillas, terneros y añojos gozando de buena salud en esos potreros.
Sembramos caña, el kingrá morado, el verde, frijoles en algunos tiempos, por las tardes. Incluso en ocasiones, luego de salir de las guardias de 24 horas del hospital, iba para Corral Nuevo y me ponía a guataquear. Cultivamos el tomate, la yuca, el boniato, el plátano y la fruta bomba, siendo esta última un fiasco. Aquello había que verlo: estaba hermoso el dichoso sembrado y, de un día para otro, todo el esfuerzo de meses se vino abajo y apenas pude recuperar los gastos.
Con los pocos ingresos del primer año, sembramos guayaba y mango, cuyos frutos brotan periódicamente de la arboleda que surgió a raíz de aquellas posturas. También recuerdo que sembramos limón francés, luego de traer en una jaba las entonces pequeñas plantas de la casa de mi amigo Ramón, en Boca de Camarioca.
Los árboles maderables los sembramos en las márgenes del río y ya se espigan algunos de ellos, como el cedro cercano a la casa. Naranjas agrias, lima, cerezas y el limón criollo –difícil de dar– igualmente forman hoy parte de la pequeña finca, que en buena medida se sostiene gracias a mi amigo Luis.
En Guantánamo vive el enfermero Elkis, otro guajiro natural que habla con orgullo de su finca en Punta de Maisí. Mi amigo estudió enfermería desde el extremo oriental de la nación, ha cumplido varias misiones internacionalistas y trabaja la tierra familiar con igual entrega. Historias que se repiten.
En la finca “La Mariana” del matancero poblado de Corral Nuevo, dejé guardados sentimientos fuertes. En ese escondido rincón del valle de Yumurí, donde están mis raíces, he disfrutado tanto, que en más de una ocasión he pensado abandonar la ciudad para vivir allí.
Martí lo dijo: “Las ciudades son la mente de las naciones, pero su corazón, donde se agolpa y de donde se reparte la sangre, está en los campos….”
Fotos: Mario Ernesto Almeida Bacallao
Linda cronica medico_ campesino, pero lo más hermoso es la voluntad por lograr lo que se quiere
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