Por: Laura Seguera Lio
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Tanto le insistí que mi amigo me regaló su taza. Una taza blanca, simple, perfecta… profunda y ancha, como para embriagarse de café con leche, como para ahogar las penas en té, como para bañar madrugadas perezosas en energía o arropar noches friolentas con el calor de algún elixir prehispánico.
Mi amigo que ahora está en territorio de conquistadores, a seis horas de distancia, bebiendo quién sabe qué en quién sabe dónde, mientras yo me inyecto cafeína 100 por ciento nacional, sin leche, sin crema, con azúcar criolla, mediante una taza sueca que, en cuatro letras impresas, declara su pertenencia a la marca de artículos para el hogar más famosa del mundo. Medio mundo nos separa a mi amigo —que no se despidió de nadie antes de irse— y a mí. Aun así, esta cerámica redonda y pulcra fue un regalo de despedida; esta taza que a la vez había sido ya un obsequio y que pareciera condenada a vagar de dueño en dueño, que me fue dada al fin de un ciclo y que en mí termina otro.
Escribo y se me enfría el contenido que debió ser bebido tiempo ha, a una hora en que no se cuela café en Cuba, y en que seguramente no se piensa en tazas en España. Escribo y pienso que la dejé guardada en un mueble durante meses, expuesta a través de un vidrio, hermosa y disfuncional. Ahora, manchada de surcos oscuros, me cuestiono sobre la belleza permanente de las cosas inútiles y el efímero esplendor de lo usado. ¿Se acordará mi amigo de esta taza?
Las tazas son, por antonomasia, recipientes vacíos, no deberían contar más que por lo que se les eche. Y, sin embargo, a veces lo que importa es el espacio por llenar.
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