Un escalofrío comenzaba a recorrerme el cuerpo junto con la sensación asfixiante de la fatiga. En la mesa de su casa, aquel viejo me mostraba videos de quién sabe cuántos años, en los que revolvía las tripas de un paciente y echaba agua y revolvía más aún.
–¿Eso está en cámara rápida?
–No –respondió.
Julio había reproducido otras cintas que registraban instantes en que enseñaba a sus estudiantes para qué se empleaba cada cubierto, cómo comportarse en las más suntuosas reuniones, cómo desenvolverse entre personas de diversas características, cómo, en fin, ser un médico más allá de las consultas, el estetoscopio o el salón de anestesias y cuchillas.
Me había hecho el pequeño cuento de cada imagen en la pared de su sala, el reciente porqué de cada libro que tenía entreabierto por algún lugar y me dijo que Mario Dihigo, un médico cuyas anécdotas habrá que repasar en algún momento, había sido “un tipo del carajo”.
Se veía frágil. Caminaba despacio. Sonreía. Dibujaba caras de nostalgia, de preocupación, de sorpresa. Escuchaba con dificultad. Decía cosas de las que dejan pasmado. Y yo pensaba: “90 años…, 90 años…”
Demoró siglos la taza de café al borde de su boca. Soplaba y continuaba la conversación, para luego volver a soplar, como si disfrutara más el aroma que salía disparado que el propio sabor. Quizás, solo tenía miedo a quemarse la lengua.
A menudo lanzaba un grito para llamar a su esposa y preguntarle dónde estaba algo en lo cual acababa de pensar o contrastar una vivencia o “cómo se llamaba este muchacho” o “por fin qué fue de la vida de este hombre” o “hazme el favor de llevar la taza para allá”. Ella, unos cuantos años más joven, iba y venía y unas veces le esbozaba rostros de regaño y otras tomaba asiento al lado nuestro y se ponía a escuchar.
Me mostró las medallas, los títulos, los recuerdos… y enseñó el diminuto símbolo con la escoba como prueba de sus tiempos de militancia ortodoxa. Permaneció minutos parado frente a un diploma que decía su nombre y, más abajo, Premio Nacional de Pedagogía. Sin hablar, miraba el diploma con incredulidad y lo apuntaba de forma intermitente con el dedo índice de su mano derecha.
De él se contaba que, a cada rato, aparecía con sus años bien puestos en el salón de operaciones. Los historiadores de la ciudad lo mentaban como si hablasen de Carilda, de Faílde o de algún ícono y te decían ve a hablar con él que es el único que puede saber, el que se puede acordar, el que te puede decir…
Y es que estuvo en todo: lo mismo protestando en la Plaza Cadenas contra el golpe de estado, que atendiendo a los heridos de Playa Girón y sus más de 65 calendarios de servicio se fundieron en la nebulosa del recuerdo para crear el sedimento de la sabiduría.
Dos años después de aquel encuentro, me revuelvo ante la realidad de que el doctor Julio Font Tió simplemente ya no respira. Pienso, entonces, en aquella casa de Contreras entre Buena Vista y Capricho ambientada por el ruido constante de los carros y recuerdo su semblante despidiéndome en la puerta, su mano de caballero inagotable estrechando la mía y aquello último que me dijo para que lo llamara “en estos días, cuando tú quieras, por teléfono…”
Publicado en Radio 26
Julio Font Tio |
Vaya que tristeza, en mi casa era un invitado de lujo, esos de los que entraba riéndose como si no hubiera terminado hora de estar en el quirófano, o cuando lo veía en el patio del hospital con mi mamá. Y sí como dices sabía de todo y no solo de medicina.
ResponderEliminarConversar con él fue un gran privilegio.
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