Me pidieron que hablara de Camilo y, solo por tratarse de él, me juré no utilizar ninguna sonrisa de pueblo, cero capitanes tranquilos, ni siquiera pensar en palomas, leones o cualquier lugar común que profanara su eternidad con más de lo mismo.
Por ello me senté junto a abuela y sus ochenta años. Ella, aunque últimamente pocos la escuchan –porque la demencia trae eso: que la gente va perdiendo voluntad y valor para sentarse a tu lado–, tiene una sensibilidad autorizada para determinados temas.
Así fue que le dije que el martes era el cumpleaños de Camilo. “Ah… sí, verdad”, me respondió como si se hubiese acordado. “Mima, ¿cómo decía el poema aquel que le hiciste cuando murió?”
Dijo sí sin mirarme, perdida en la oscuridad del televisor apagado, y arrancó: “Camilo, mi comandante, cómo me acuerdo de ti, tu pueblo sigue adelante…”
Ahí la interrumpí. Le reproché que dejara la trampa y el descaro, que ese no era de ella. Que me dijera el otro. Siguió sin mirarme, esta vez sin saber qué responder.
Entonces, empecé a recitarle el primer fragmento y enseguida se montó en mis palabras:
“Ingrato mar, qué ironía,/Teniendo tanto decoro,/Por qué robaste el tesoro,/Que tuvo la Patria mía./Quisiste su gallardía/Y quisiste con testigos,/Que el sastre dejara en ti,/Su traje de verde olivo”.
Acto seguido giró con lentitud su vista y rió, picaresca, mientras se mordía el labio de abajo. Y quedó un rato así: analizando a la anciana desconocida que reflejaban mis ojos.
Y yo también permanecí ahí, sirviéndole de espejo; pensando cuán grande habría sido aquel joven. Y mira que debió haber sido grande para que esta mujer, sin andar segura del nieto al que le habla o del año que corre, todavía se las arregle para dedicarle un verso.
Publicado en Fcom
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