No quisimos verlo; cobardía, vagancia, miedo, amor; nadie sabe… y
tampoco importa. Luego de ese domingo abuela dejó de caminar sin
necesitar ayuda; por primera vez en años, quizá más de 70, paró de
trabajar para los demás y comenzó a requerir, como la prueba de amor más
grande que puede imponer una madre, varias manos extra a tiempo
completo.
El mismo domingo, abuelo lloró como si la culpa de todo cayera en sus hombros, algunos familiares anularon su frecuencia de visita, otros, luego de mucho tiempo, aparecieron y abuela contó oficialmente con una pequeña comisión que hoy le ayuda a vivir, además, claro, de un inmenso nailon sobre la cama en que duerme.
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A partir de entonces los temas matrimoniales de mis abuelos han
evolucionado a un punto interesante. La bodega ni se toca, pues ya no
quedan ni dientes ni ganas para comer el pan; el famoso y manido “¿te acuerdas, vieja?”
se convirtió en una pregunta retórica con negativa de fondo. Ahora las
polémicas se encaminan a recordar la “última vez” y, aunque triste, da
un poco de risa reconocer que pocas veces aciertan en lo que a vaso de
agua, comida y taza de baño respecta.
No todo resulta malo, abuela parece tener ahora menos pelos en la lengua y, a pesar de que entre col y col se le escapen par de lechugas de incoherencia, a cada rato nos deja caer enseñanzas como las que solo en los puntos cumbres de la vida se es capaz de redactar con los labios.
Por otro lado, me alegra decirlo, su mejilla se ha vuelto el mayor
lugar común de la casa. Lo más duro del domingo es la noche, cuando
llora para acostarse y todos asumimos que el dolor de su columna la está
matando. Pero a veces abre los ojos y, helando las paredes de la casa,
grita.
“¡Aaaaaaaaaahhhhhhhhhhh! ¡Ayúdame! ¡Sácame de aquí! ¡Libérame!”, gime con voz de niña. “¡Aaaahhh!”, suelta entre sollozos. Mi abuelo, que ha desarrollado junto con las canas algo de miedo a lo que no se ve, se esconde en su sábana y, antes de él mismo también arrancar a llorar, le pregunta que de dónde quiere que la saquen, que a quién le habla. “A ella. Yo quiero ser libre. ¿Tú no ves que estoy presa?”.
Mi padre corre, la protege con sus brazos y, con la calidez de un hijo que, sin pensarlo, ha asumido la responsabilidad del momento, le dice: “Está bien. Tranquila, mima”. Después, duda unos segundos y le susurra al oído que todo fue un sueño.
Imagen tomada de Webconsultas |
Ñ me mataste que hermosa historia, aunque puede ser muy triste también, el tiempo el implacable, ese aprender a vivir con nuestros mayores es en la Cuba de hoy un reto enorme, los años, la desmemoria, esos males del cuerpo que se agudizan cuando se convierten en padecimientos crónicos y no hay cura las que dar amor y alivio a algún dolor físico. Gracias muchas gracias
ResponderEliminarGracias, Azalia.
EliminarTu historia no por ser cotidiana es menos conmovedora, me encanta que es una historia de amor incondicional y de reciprocidad, mi abuela fue y sigue siendo mi Dios donde quiera que este.
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