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Crónica de aquel invierno



Lo único que pensé fue en salir a las 10:30 de la noche para la terminal, con las mismas ropas que llevaba encima en aquella redacción, con la mochila vacía, sin libros, sin abrigos… con nada.

Allí, el silencio de funeraria aparece como background del chirrido de bancadas corridas, de los altavoces que anuncian rutas que llegan pero no parten y hasta del carraspeo escandaloso que antecede al esputo.

Qué semana aquella de comienzos del decenio… cuando la terminal capitalina guardó mis madrugadas prácticamente una tras otra. Cuando Matanzas estaba a punto de quedar campeón y me recibía con los primeros rayos aclarando sus puentes. Cuando mi padre dijo «no vengas, porque en el trabajo pensarán que hiciste el viaje para meterte al estadio».

Desembarcaba en la calle Contreras y me inoculaba en un tumulto de chiquillos de pre, que gritaban las mismas pesadeces y vestían las mismas ropas que yo, cinco, seis y siete años atrás. «Ese feo de camisa apretada se parece a lo que fui», me murmuraba conforme y, sin tiempo ni ganas para sonrisas nostálgicas, me restregaba un poco los párpados con los dedos sucios en busca de asfixiar al sueño.

Al llegar a casa de tía, daba los saludos protocolares y entraba adonde abuelo dormía. Besaba su frente o sus manos y me tiraba en la pequeña cama adyacente. Sobre las diez aparecía papá, me despertaba con algún juego desagradable y me dejaba ahí desecho, mientras trataba de levantar a abuelo, mudo y desecho también, para ponerlo en la silla.

Abuelo solo gemía o gritaba del dolor de huesos rotos e hincaba en el brazo ajeno sus «garras» con tal fuerza, que resultaba impropio de «un viejo a punto de marchar».

En la tarde me dirigía al viaducto y allí, junto al mar, siempre suertudo, cazaba una «Gaviota». Sin reclinar el asiento, dormía hasta atravesar el túnel de la otra bahía. Tomaba un baño, otra vez el turno en la redacción y de nuevo a la terminal, la madrugada. 

Junto a las moscas, leía trozos de El diablo cojuelo alternando con algún cuento de Enrique Serpa, con la prensa hacía una cama sobre el suelo, la mochila de almohada y, en el momento menos pensado, casi sin saber cómo, atravesaba el río Yumurí con las primeras luces. 

Luego concedía mis manos a las de abuelo mientras papá le introducía el levín por el naso. Gemía agónico y yo le decía «Papí, traga, que eso es para que puedas comer, traga, que no puedes morirte, traga, contra, traga, que ayer ganó Matanzas y verás que hoy también».

Otra vez carretera, redacción, terminal, carretera… y el dichoso sol que ataca al rostro de costado y lo espabila a los pocos minutos de cruzar Bacunayagua… y las punzantes preguntas. «¿Cómo es que un hombre que hasta hace dos meses no se resignó a otro puesto que el de “rey del ganado” se puede convertir en esto? ¿Lo estará matando la soberbia? ¿El no asumir que el tiempo pasa? ¿Será que nació para mandar, para ser núcleo y no más?».

«Aguanta, viejo, aguanta, que cuando salgas de esta le robaré el carro a papá e iremos a tomar cerveza junto a la ermita de Monserrate. Vas a pagar tú. No te creas».

Y las viejas pasaban y se metían con él como si fuera un niño y él apenas abría los ojos y yo con ganas de gritarles a las viejas las barbaridades que abuelo le habría gritado, impulsivo como era, de haberlas descubierto caricaturizando sus babas. «Todas esas viejas están locas», le susurraba a modo de secreto cómplice y le reseñaba con admiración que este año sí ganaríamos el campeonato, aunque al «Grillo» ahora le diera por no batear.

A la vez, me cuestionaba si era posible ganar un maldito juego de pelota con tu cuarto bate muriendo y «nada, se verá» y nada… «Papi, hace falta cogerte la vena».

—Aaaah— me apretaba fuerte la muñeca y yo me transformaba en el nieto machista del que se habría enorgullecido y le ordenaba: «Aguanta como un hombre, coño, aguanta».


Viaducto, carretera, ducha, P12, redacción… y sobre las 8:30 mamá llamando con que «está débil» y yo que «mudo y ciego sí, pero débil nunca» y ella con otra llamada a las diez y yo, que sé lo que pasa cuando mamá llama una segunda vez a deshora, agarré el teléfono y le dije «ya voy».

Hasta las moscas me abrieron paso en la terminal. Una guagua al parecer me esperaba y con dos personas dentro, solo dos, bordeó la costa norte hacia el este.

Al llegar, música, fiestas, Matanzas campeón de carnavales, funeraria, invierno, risas… acordándonos de que el viejo era difícil, de que sacaba la lengua a la vecina, de que se le aflojaban las rabias con ron, de que intentó ganarse la vida, los quilos, hasta el «penúltimo» día, de que era de lágrima fácil y seguían las risas —ay, las risas—, qué bello es recordar así. Pero contra… qué frío.

Publicado en Juventud Rebelde
Imagen: Escáner

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