Por Mario Ernesto Almeida
#CosasDeAmalia
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El trombón suena tres veces al día: una hora después del almuerzo; luego, sobre las cinco o seis de la tarde; y a treinta minutos de haberse sucedido la comida. En el segundo margen de intentos, la perra estira las patas delanteras, dobla las de atrás y, hocico al cielo, busca afinar con los últimos agudos que emite, en cada ráfaga, el dichoso instrumento.
El trombón y los aullidos de la perra pueden sobrevenir, en realidad, a cualquier horario, pero solo coinciden en aquel donde la oscuridad comienza a asomar por la esquinas y en que las penumbras sedientas de luz, con sus fauces mojadas de leve rabia, insisten en acorralar al sol contra las lomas de allá, donde se ve el “borde” del mundo.
Con tanta fiereza acorralan… que el sol –dicen que rey– continúa huyendo y por acá solo nos queda la noche y el trombón y la perra, con al menos un alarido parejo y coordinado entre los tres, después del cual, ya lo explicaba, se sigue ladrando, tocando y oscureciendo pero nunca más con ese exacto y paralelo ritmo, hasta la contigua jornada, a la misma hora.
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