Por Mario Ernesto Almeida Bacallao
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Yo crecí corriendo el monte
fangoso de Sabanilla,
trepando matas de cocos,
pescando en alcantarillas,
soñando con papalotes,
inventando sus varillas
entre majaes y ranas,
chipojos y santanillas.
Dijeron recientemente,
con científica risilla:
«Es imposible que neve»
y reparé en Sabanilla.
En noches de frialdades
recuerdo mis pantorrillas
arañadas por la zarza,
o mis sangrantes rodillas
caídas al pedraplén,
llorosas por la gravilla.
Mas, también vienen a cuento
Insólitas maravillas:
yo crecí viendo la nieve
sin salir de Sabanilla.
Cuando a todos hice el cuento
en la escuela se reían,
pero sé que me envidiaban
porque de nieve sabía.
«¿Qué sabe un niño cubano
De nieves?», me repetían.
«Lo sé todo, yo la he visto»,
ripostaba… y no mentía.
Mis amigos de la escuela
sólidas pruebas pedían
mas, les dije que la nieve
era como luz del día:
había que salir pa’ verla
y de atraparla… moría.
Pobres quienes no creyeron,
no saben de poesía:
eran nieve las guirnaldas
de pálidas florecillas,
que en los inviernos colmaban
el monte de orilla a orilla.
Cuando la abeja temblando
entraba en las campanillas
con polen de nieve daba
maquillaje a sus mejillas.
También los cañaverales
en invierno florecían
y eran nieve aquellos güines
que el sol naciente encendía.
copos flotantes al viento
sobre las cañas vivían.
Era nieve, estaba ahí
y nunca me lo creían.
Dicho esto, me incomoda
la ciencia presumidilla
que no logra ver la nieve
tras sus arcaicas mirillas.
A ver nieve yo aprendí
De mi abuela, la sencilla,
Que me llevaba a los ríos
Y me mostraba, listilla,
un campo blanco de flores,
con blancas mariposillas.
Me decía: «Mira bien,
degusta la maravilla.
Es nieve lo que ven tus ojos,
la nieve de las Antillas.
Cuando frío hace en La Habana,
cae nieve en Sabanilla».
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