Por Mario Ernesto Almeida Bacallao
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¿Te siguen llamando por tus siete letras? ¿Te vieron llorar? ¿Te juzgaron antes de entrar al juicio? ¿Has sentido igual que siempre el frío, el hambre, el miedo? ¿Te permitieron decir «perdón»? ¿Hablaron de pagar? ¿Preguntaron con qué sueñas?
A los chamacos del barrio nos cuadraba Moneda Dura. Nos parecía contestataria, valiente, que hablaba claro en una etapa de nuestras vidas en la que los abuelos intentaban convencernos de que la mejor forma de sobrevivir era ver, escuchar y callar.
Aunque no recuerdo el momento preciso, estoy casi seguro de que tú –quién no– tarareaste «La primera piedra», acaso sin sospechar que un día estarías como Yoel: tirado bocarriba en una litera, con la luz apagada, luego del mal paso, la equivocación, con casi 24 años e inquilino de la máxima expresión histórica de una jaula.
No fue lo que planeamos. Ninguno, mientras nos lanzábamos en tablas montadas en cajas de bolas por la lomilla de Mujica hasta el entronque con Embarcadero Blanco, sospechó ser lo que somos, estar aquí, ni para bien ni para mal.
Recuerdo que asegurabas con firmeza de cirujano que serías cardiólogo y ni siquiera acababas la secundaria. A veces solo te prometías en alta voz ser médico, con el poético fin de encontrar una cura al asma que acababa contigo cada vez que le venía en gana.
Tu letra era fea, enorme, ininteligible, pero yo la envidiaba porque escribías a una velocidad descomunal y, si te soy sincero, hoy más que nunca necesitaría una así.
El salsero, el bailador, el socio de todos los elementos de aquella tabla periódica en la que vivíamos, el niño a quien el Látigo –nuestro entrenador– le dijo tras un juego de pelota: «Gordo, tú eres malo, pero das unos trancazos de miedo».
El camarada de los escondidos, el snobista del wainop para lanzar un pomo de medicinas hacia la zona de strike dibujada en la pared, el integrante honorífico de nuestra bien llamada banda: «Escándalo Público», el temeroso a ultranza de las ranas, el chulampín…
Luego decidiste ser fuerte e hiciste del gimnasio y las pesas una pasión. Pensamos que era vicio, pero resultó mucho más; fue tu disciplina, tu zona de confort, tu reino.
¿Ocurrió ayer? Íbamos al estadio y, en vez de sentarnos quietos a ver el juego, insistías en dar vueltas y vueltas para saludar a algún conocido o gritarles «fea» a las que ignoraban tu piropo o quizás, simplemente, para que todos supieran que habías estado ahí y poder decir algún día: «¿No te acuerdas? Aquella vez que me viste…».
Como flashazos llegan estos recuerdos y las preguntas de arriba me exprimen la cabeza. Yo, que aún te pienso por tu nombre, que te vi llorar, que no te juzgo ni aunque te hagan juicio, que te he visto sentir frío, hambre, pavor, que te he escuchado disculparte con la mayor nobleza del mundo, que doy fe del entramado de tus sueños… te recuerdo –para que nunca olvides– que eres un tipo hermosamente cargado de defectos y benevolencias.
Asume responsable y humilde el peso de la ley, pero ten presente que al que más –o al que menos– de tierra alguna vez se le ha embarrado la boca.
Y, acordándote de la canción de Moneda Dura, de un grito fuerte pregunta quién puede tirar la primera piedra. Luego del silencio que hallarás como réplica, no permitas que dedo de hombre alguno se enfile hacia tu frente.
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