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La ponchera

Foto: Cubadebate


Son las 12 del día y tengo hambre. No de la que duele –esa fase ya la pasé– hablo del hambre que te hace bajar la cabeza y buscar reposo para aliviar la fatiga, el mareo. 

Son las 12 meridiano y el sol está que mata en esta ponchera sin aleros. No pruebo bocado desde ayer a las seis de la tarde y heme aquí, sin fuerzas. No es que ande de pobre sin un peso ni que todo esté desabastecido, la culpa es simplemente mía, que soy un desastre con patas, incapaz de planificarme para tener cada mañana un pan en la cocina.

Y nada, desperté y vine cogerle el ponche a la bicicleta porque puedo dejar de comer, nadie lo dude, pero de moverme no. 

El ponchero es el tercer elemento que completa mi triángulo de dificultades, junto a los ya mencionados: estómago vacío y sol candente. Para colmo ni siquiera me roba. Me haría tan feliz que me robara… Ello justificaría más mi molestia, mi furia.

Pero no, el tipo me habla mal de lo que hicieron sus colegas con la cámara de mi bicicleta, dice que la cosa está mala, que no hay material ni “proveedores”, que todo el mundo está quieto en base, que imagínate tú, que él sí va a hacer tremendo arreglo y después… “Ah, pero si lo que tenías era la válvula floja”. 

Lo suyo es tener repleta la parte exterior de su local, acusarme de no saber desarmar la goma, asentir y señalar hacia la caja de herramientas cuando alguien sugiere que use la espátula y pararme en seco cuando después, en la misma operación, otra persona me indica que eso solo se hace con la mano. “Chama, chama –deja ir con aguaje– tienes que escuchar para que aprendas. ¿Tú no oyes que el socio te dijo que mejor con la mano? Entonces hazle caso o se te va a volver a ponchar la cosa vieja esa”.

Y trago en seco y pienso en Martí, en el carácter, la prostitución, la queja y en la madre de los tomates, y no digo nada… solo afinco bien las manos y termino de montar la goma.

“Ven para que veas, ven”. Mete la dichosa rueda en un tanque con agua. “¿Viste que no se sale?”. “Cuánto le debo”. “No, mi hermano, olvídate de eso, camina”.

Y uno que se jode la próstata pedaleando, llega a la casa, duerme y amanece y otra vez la bicicleta sin aire. Contra… y no poder reclamarle, si al final ni me cobró.

Y la misma ponchera, porque no hay más ninguna y que “mire, me está pasando esto y yo no puedo venir todos los días” y “tranquilo, chama, que yo te voy a hacer el arreglo que lleva para que eso no te joda más” y entonces me pregunto si el código penal vigente establece como crimen matar poncheros y me parece que sí y desisto...

Cuando menos uno cree, sale corriendo para entonar, a lo sargento de comedia, que “ahí no me puedes parquear, mi negro, porque entra y sale mercancía y después la gente del almacén me tira con el rayo”. Regresa con lentísimos pasos y dice: “Zafa la cámara y ponla ahí”. Pero “ahí” hay otras tantas y eso me aterra porque es la mía y si me da otra y está peor me embarco y la pongo tratando de recordar justo al lado de qué, lo olvido y pa’l carajo, si al final todas son iguales.

Y sigo doblado con la cabeza gacha para que el resplandor no acreciente la fatiga del hambre, tratando de no tocar nada, de no responder el teléfono, de quitarme la grasa de las manos, de no ensuciar el nasobuco, de estar atento para que no llegue cualquiera corriendo y me lleve “el chivo” desarmado o para que, como pasó la semana pasada, el ponchero no le dé mi cámara a otra gente y, en ese caso, no tener que aguantar que me diga: “Chama, ¿pero tú eres bobo?, ¿Cómo vas a dejar que él arme la llanta si esa es la tuya? Eh, ¿qué pasa? Etecsa… suelta el telefonito”.

Hasta que al fin te llama y te dice “Atiende para acá, aprieta la válvula conmigo, pero afinca duro, como si fueras un hombre. No, no, no… ¿esto qué es? ¿Tú me quieres volver loco a mí? ¿Qué hace una tuerca dentro de la cámara?” Y cuando pensaste que terminabas… él agarra una cuchilla, raja la fibra, saca la tuerca y, ya sabes, no hay magia posible, se acerca otro remiendo y el sol, mi hermano, el hambre…

Sigue con sus cosas y asoma la vista. “Mira, mira… aquel parece que se va. Le dije que no podía parquear el carro aquí y se pone bravo. Qué se largue. Aquí la gente está equivocada, se piensa que esto es llega y dale y no, señor, no. Date cuenta de toda la gente que tengo allá afuera desde hace tremendo rato. Aquí hay que venir con paciencia, porque esto es suave y yo no puedo volverme loco. 

“Ya te digo, chama. Las personas traen sus problemas arriba y te los quieren soltar. Tú los ves con el apuro y la mala cara. Aunque no te lo digan, se los ves en los ojos y no puedes dejarte contagiar porque te deprimes. ¡Que se vayan con la mala leche a otra parte!”

Y yo, aún con ganas de matar, de confesarle que llevo arriba tremenda mala leche, que no la traje de la casa, que la dichosa leche se me cortó en la ponchera y que además tengo hambre, mucha hambre y él no termina.
Pero no… somos seres diplomáticos, manejamos el arte del autocontrol y no hay mal que dure cien años. Por eso se acerca con mi cámara y dice: “¿Viste, chamacón? Como nueva”. A mí no me importa que esté nueva, solo que aguante el aire por lo menos una semana, una semanita y ya, eso no es mucho pedir. “¿Cuánto?”

“Olvídate de eso, dame dos pesitos* na´má, si los tienes, si no ni te preocupes”. Y entonces te acuerdas de cómo está la cosa, la calle, la gente, el dinero, la vida… y te das cuenta de que chocar con un ponchero noble, aunque sea parlanchín, es un descubrimiento que merece fiesta.

*En este trabajo solo se ha hablado de Moneda Nacional, por si las dudas…


Publicado en Qva en directo

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