Poema de Alberto Marrero (1)
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El 18 de abril de 1956 ningún huracán atravesó la isla.
Era miércoles y mi madre pujaba a las nueve y media de la noche
mirando un punto que se dilataba entre sus piernas
mientras mi padre trataba de pasar inadvertido en el pasillo
(decía que un hospital era el lugar perfecto para atrapar a un hombre).
En México un joven abogado organizaba con sigilo
una pequeña expedición que meses después
arribaría a una ciénaga de mangles y mosquitos.
Ese año Juan Ramón Jiménez recibiría el Novel de literatura
y Nikita Jruschov leería el célebre “informe secreto”
ante los indignados asistentes al XX Congreso.
Mi madre era primeriza y el punto se convirtió de pronto
en una cabeza que más tarde hubo que moldear
para que alcanzara un poco de redondez.
Cuando mi padre escuchó el primer berrido
comprendió que ya sería inútil seguir fingiendo.
Unos meses más tarde dejaría de circular para siempre
la mejor revista literaria de la isla, fundada por el mejor de sus poetas
(cuentan que Lezama repartía los ejemplares a pie,
bajo el sol vivo de la ciudad, como el más común de los carteros),
y Conrado Marrero, pitcheando por el Almendares,
ganaría el último juego de la Liga Profesional Cubana frente a Cienfuegos,
y Octavio Paz publicaría El arco y la lira y Mishima El pabellón de oro,
y una esmirriada argentina de nombre Alejandra Pizarnik
su segundo cuaderno titulado La última inocencia,
y un rumano ( devenido francés) La tentación de vivir,
libros que al cabo de veinte años caerían en las manos del joven
que sería aquel niño de cabeza extrañamente ovalada.
El 18 de abril de 1956 ningún huracán atravesó la isla
y mi madre lloró creyendo que el niño era anormal.
Tomado de La Jiribilla
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