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Tarde VIII a ti



Tú sabes que los barcos me vuelven loco. Quizás no me adapto a verlos de cerca porque vivo aún con siete años y por suerte. Tenía tantos de papel… dibujaba los petroleros que se dejaban ver en la bahía, los recortaba y a la gaveta. A veces me conformaba con los humildes de pesca y entonces aplicaba la técnica del doblez. La cuestión es que yo, niño de pequeños barcos de papel, aún no acepto que sean grandes y de hierro y por eso, ya lo sabes, enloquezco si los tengo enfrente.

Hace unos días, en lo que esperaba el ómnibus que me llevase al hospital, cerca de aquí, en el embarcadero, me quedé embobado con Josefa, un granelero amarillento-verduzco que anclaba a pocos metros, con visible bandera panameña.

Tenía algo raro aunque en ese momento no lo descifré. Solo vi al bote de Prácticos del Puerto realizar una maniobra a su costado y a un hombre gritar, desde abajo, algún recado a un marinero que –creo recordar– se inclinaba un tanto en la baranda para escuchar mejor. Daría cualquier cosa por saber qué dijo.


Pero nada, hay contingencias más urgentes acá en tierra firme; llegaba la guagua, el chofer  con que solo 10 podían montar y yo abordé como quien sube al buque y travesía tranquila, sin baches ni curvas cerradas ni timonazos. Y bajé y, manda mierda, qué rápido. Dura es, mi estimada, esta vida para marineros de tierra.

Después bajaste tú, el portero no te dejaba salir y por lo menos te paraste en la entrada. Metro y medio entre los dos para que el bueno del guardia no se pusiera impertinente. Te dejé claro que eso de la comida a domicilio es un robo, que hay que saber ser clase media y saber también que tristemente hay clases.

No recuerdo mucho de lo que hablamos, solo que cuando el portero se olvidó de nosotros logramos darnos un breve beso infectado de muchas cosas buenas y luego, recuperando un poco la distancia, con mi mano izquierda removí sin delicadezas tu pelo y quedaste con esa cara tierna de circunstancias que guarda en ristre la gente que ama. Entonces te fuiste y también yo.

Decidí regresar caminando y, cuando buscaba el malecón, quedé viendo un barco que se iba, un buque amarillento-verduzco cuya bandera la distancia ya no permitía ver. Yo solo atiné a pensar: “¡Josefa!”, y acto seguido comprendí la suerte de al menos conocer el nombre de aquello que se va.


También, atando cabos, vislumbré que aquella rareza que sentí del barco no fue más que la tensión previa a la salida y, mira tú, la ansiedad parece cuestión de todo lo humano, aunque no lleve sangre ni huesos ni carne… y se trate solo de un granelero con bandera del Panamá.

Seguí caminando por el malecón –para mí siempre con minúscula– y pensé en Matanzas, en ti, en los barcos, en nuestros padres… y el mar, majadero, como para despertarme, esgrimió un brochazo de agua salada que empapó mis tenis, el pantalón, la mochila y hasta el pelo. “¿Tú no querías ser marinero?”, me dije entre risas y seguí andando, mientras el cielo perdía lumbre y la ciudad se encendía.

Volví a reparar en aquellos hombres gritando algo de eslora a eslora y deduje, para matar el asunto, que el recado era simple: “Ya pueden partir… pero regresen pronto”.




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