Etereotipo del ladrón primermundista. Imagen: Reuters |
Hay quien roba comida, ropa, dinero, automóviles, motocicletas; se conoce, incluso, de los ladrones de ideas, de los usurpadores de palabras, del hurto forzoso y cruel de la inocencia… ¿pero tierra?
Y no
hablo del raptor de cuello blanco que trastoca propiedades y papeles, ni
siquiera de los que a punta de pistola logan que la gente marche; no me refiero
a la tierra como terreno, como espacio, finca; hablo de ella en su significado más
puro, ese material desmenuzable del que –especifica la RAE– principalmente se
compone el suelo natural.
Hablo
de tierra como ente “agarrable” con las manos, “ocultable” en bolsa, trasladable
en brazos, piel, orejas, uñas… tierra como puñado de polvo.
Los
hechos
Pude verlo. Las excavadoras habían abierto en pleno asfalto (La Habana, Cuba) un orificio rectangular de cuatro metros de largo, dos de ancho y dos de hondo. Restaurada la avería, echaron tierra roja y más tierra roja y luego un tanto más, hasta que el hueco dejó de serlo.
Un
hombre se agachó junto a la superficie blanda y apisonada por la lluvia del
verano tardío, abrió una jaba de nailon y, con la propia mano, comenzó a llenar
su “cesta” de aquella tierra buena (la mejor), cargada de hierro y otros minerales.
Sin
permitir que la vista de ningún curioso intimidase su empresa, sacudió sus
palmas, enganchó las orejas de la bolsa en los dedos de su diestra y caminó
lentamente hasta la casa, impune, como quien llega de la compra ansioso por
mostrar a la familia el botín.
Muestra del elemento "expropiado" |
Posible
desenlace fatal
Un
oficial de la ley enterado del suceso quizás actuaría de inmediato. Preguntaría
a los testigos sobre la naturaleza del hecho, los detalles, rasgos corpóreos,
faciales, ritmo al caminar. De seguro algún encuestado, con una visión ortodoxa
y cabal de su función como ciudadano, le espetaría al agente: “No averigüe más.
Yo sé quién es, cómo se llama y donde vive”.
Tras
la orden correspondiente, el “bandolero” sería detenido para evitar fugas o
reincidencias en medio del proceso de investigación; tal vez lo conducirían a
la celda más húmeda, oscura y fría, con tal de que aprenda que con la propiedad
social nadie se mete… nadie.
El
fiscal a cargo sabría bien cómo hilvanar hechos, suposiciones y falacias.
Alegaría que la actitud del acusado se corresponde casi perfectamente con la de
los recalcitrantes terratenientes y que ello resulta un sesgo capitalista del
cual tenemos que desprendernos de una vez y por todas.
Insistiría
en que ese tipo de conductas no se han tolerado desde las leyes de reforma
agraria y que robar tierra es, de alguna forma, como robar país. Añadiría que
el hecho se llevó a cabo con premeditación, he ahí un agravante, y que intentó,
por ser a plena luz y en horario pico, ganar la complicidad de los presentes y
normalizar el vandalismo.
De
cierre, expresaría que ya tenemos demasiados baches como para tolerar que un
desafecto al civismo sabotee el hueco que, con tanto esfuerzo, terminará por
asfaltarse en los próximos meses.
Por
su parte, el abogado defensor ya le habría preguntado en cita previa al recluso
el porqué de su indisciplina y este le respondería, con la cabeza gacha, que
solo intentaba llenar una maceta para sembrar.
En
el juicio, con oscura toga y albinas intenciones, enarbolaría la idea de que su
defendido solo deseaba ser consecuente con la política país de “cultiva tupedacito”, intentando dar un paso más allá en aquello del autoabastecimiento.
Como
no tenía terraza o jardín o nada que se le pareciera, logró que un vecino le
vendiera a plazos una maceta que terminaría por botar. “Le faltaba la tierra,
señor juez”, vociferaría el letrado, añadiendo a su disertación que una mata de
pepinos tiene escasas probabilidades de crecer engullendo solo las partículas
de barro que lograse expropiar a la maceta.
“En
este caso, no sería robo, sino expropiación, porque la mata de pepino posee,
como todos, derecho a la vida y solo iba a intentar apoderarse de lo mínimo
indispensable que encontrara, con lo cual tampoco iba a resolver. ¡Tierra!
¡Hacía falta tierra!”.
En
cuanto a lo de sabotear para crear un futuro bache, el abogado establecería con
firmeza que la tierra extraída formaba parte de la superficie excedente del
relleno. Un excedente que contribuiría, a fin de cuentas, al distanciamiento
social en el reparto, porque tres pepinos que el acusado lograse producir en su
maceta resultarían tres personas menos haciendo cola en el agro de al doblar.
“Además,
el acusado se comprometió a compartir la cosecha con su edificio, muy
consciente de que los pepinos no sobran, excelencia. Lo sabrá usted: ¡no
sobran!”.
La mata de pepino que pudo ser |
El
juez estaría a punto de oficializar la inocencia del acusado cuando el fiscal quizás
pidiese intervenir nuevamente y preguntara al jurado qué ocurriría si a todos
los del barrio les daba por pagar macetas a plazos y llevarse tierra para
sembrar pepinos.
“El
hueco quedaría sin tierra”, gritaría escandalizado el fiscal. “Necesitamos un
escarmiento. Si somos indulgentes, dejarán vacío el hueco y tendremos un bache
que dará de qué hablar al enemigo”.
El
abogado defensor se pararía insultado y dejaría ir que “¡El escarmiento no da
pepinos, ni comida, ni nada! Lo que hay que hacer es dar tierra, roja,
ferralítica, regalarla en cada esquina, como hacíamos antes con el agua, que a
nadie se la negábamos. Venderla no, porque, como casi dijo el señor fiscal,
vender tierra es como vender país. ¿O acaso la convocatoria de “siembra tu
pedacito” es solo para patiotenientes?”.
Los
presentes se levantarían a aplaudir y el juez aplazaría la sesión. Los medios
del extremo lado de allá sacarían de inmediato titulares al estilo de “Ciudadano cubano es
procesado por intento de sembrar país”. Los rotativos impresos llenarían los
estanquillos del día siguiente y, en contraportada, saldría a página completa
un reportaje bajo la frase: “Sembrar su pedacito es un derecho de todos”.
El
acusado dormiría otra noche de encierro y se preguntaría antes de quedar
completamente dormido: “¿Quién rayos me habrá mandado a recoger tierra? Al
final no sabía ni qué sembrar y el pepino no me gusta”.
*El
último epígrafe de esta historia nunca ocurrió.
Publicado por primera vez en Qva en Directo
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