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Hembra brava

Foto: Mario Ernesto Almeida/ Cubahora



Arlet pasó aquel verano haciendo “sopa”. Con solo dieciocho años, a punto de entrar en el Instituto Superior de Arte (ISA), iba cada jornada a las doce del día hacia aquel bar de La Habana Vieja, donde permanecía hasta las seis de la tarde –en ocasiones más–, trabajando solo por propina. “Algunas veces nos íbamos con cinco pesos (CUC), en fechas raras con diez, pero lo común era trabajar seis horas para apenas ganar un dólar; un día, incluso, nos fuimos cada uno con 25 centavos”.

Realmente no tenía problemas económicos. A pesar de recién haber culminado la Escuela Nacional de Arte en la especialidad de Trombón y ser de Matanzas, sus padres, sin excesos, cubrían todos los gastos y por esos días no dejaron de hacerlo, porque aquella resultaba la clase de trabajo “en la que sueles perder más de lo que terminas ganando”.

Vivía alquilada con una amiga en la propia zona colonial y trabajaba para sentirse independiente o capaz de llevar una dinámica de vida que, en un futuro cercano, le permitiese prescindir de la ayuda familiar. No obstante, poco a poco se iba frustrando. “Era una explotación que solo me enseñó que puedo hacer de todo”.

Su instrumento resultaba lo menos que podía tocar. Asumió el piano, cantó, agarró las maracas, sonó el güiro, las claves, pasó el sombrero y, de haber hecho falta, hasta habría soplado la trompeta. Cierta a vez “un mesero me preguntó que por fin qué instrumento era el mío. Y ahí, tú sabes, encogí los hombros y le dije que yo tocaba cualquier cosa”.

Cuando un amigo le comentó que en su grupo buscaban un trombonista, Arlet vio los cielos abiertos y le aseguró que ella misma podía hacerlo. Él disimuló contrariado y acabó explicándole que mejor le diera el número de algún compañero suyo, porque al director del conjunto no le gustaba contratar mujeres. Ella no tomó en serio aquellas palabras y le dijo que conversaría con el jefe. El muchacho insistió, en vano, para que desistiera.

Llegó al local de ensayos y vio un grupo de personas –ninguna dama– esperando afuera. Preguntó si eran los músicos del grupo y afirmaron. Se sintió apestada. “De repente comenzaron a reír bajo y a murmurar; no sabía qué hacer. Hubo un instante en que no aguanté más y los llamé. Escuchen para acá, yo sé la fama que les han dado a las mujeres en los grupos de música, pero que les quede claro… no tengo intensión de “estar” con ninguno… ustedes necesitan un trombonista y a mí me hace falta trabajar, les dije y se callaron del tiro”.

Al poco rato apareció el director de la banda: “¿Me explicaron que quieres hablar conmigo?”. Le comentó que sí, que necesitaba trabajar. El director respondió que no contrataba mujeres porque había tenido “malas experiencias”. Arlet replicó que por lo menos la dejase tocar, que aunque sea la oyera, pero que, “por favor”, no la negara solo por ser mujer.

Luego de mucha insistencia el hombre accedió. Ella esperó a que terminaran los ensayos y todos comenzaron a irse, incluso él. “¡Oiga! ¿Usted no me iba a escuchar?”, inquirió con ojos casi llorosos. “Ah, sí, mi niña, se me olvidó –respondió irónico el tipo–. Mira, mejor ven la semana que viene y si tengo tiempo te pruebo…”

Arlet le puso una mano en el hombro y esgrimió apenas respirando: “No se preocupe. Ya no hace falta”, dio la vuelta y salió de prisa con su instrumento a cuestas, aguantando la conmoción con el orgullo y pensando que aquel hombre no la tendría “cayéndole atrás como una perra toda la vida”.

Continuó haciendo “sopa” hasta que aparecieron amigos en este y aquel grupo que necesitaban suplencia una noche allá y otra acullá. Cuando llegó el fin de año, tampoco viajó a su casa y pasó las madrugadas trabajando en puestos ajenos por pagos más menos generosos que aparecerían semanas –en ocasiones meses– después.

“Y así, de una pincha a la otra, sin nadie al lado porque nací sola, hasta que empezaron a abrirse huecos en los conjuntos y los directores me llamaban al terminar y preguntaban si quería estar fija. Yo respondía que claro”.

En cierto momento, Arlet estuvo trabajando todos los días de la semana, a veces dividida entre cuatro agrupaciones distintas. Aquel “p´arriba y p´abajo”, sumado a las clases en el ISA, el poco sueño y a la pérdida coincidente de dos familiares cercanos, generaron un estrés que su cuerpo somatizó con un pequeño círculo de calvicie –media pulgada de diámetro– en una zona del cuero cabelludo cercana a la frente.

Los especialistas le indicaron que no podía volver a teñirse de rojo por determinados tóxicos inherentes al colorante y que debía disminuir la carga de trabajo. Además de renunciar a su look, fue dejando de lado determinados compromisos hasta ajustar su faena a los fines de semana.

A pesar de ello, ha conocido las consecuencias mínimas de que una mujer, por demás bonita, ande sola en horas de la madrugada por barrios oscuros. Le chiflan, le susurran, le preguntan si necesita compañía e incluso, una noche, un tipo se bajó de la misma máquina y la persiguió… caminó cada vez más rápido y cuando lo sintió balbuceando prácticamente en su oído, aterrada, solo atinó a detenerse en medio de la calle y voltear para enfrentarlo con sus ojos de hembra brava. El hombre bajó la cabeza, la rodeó y siguió de largo. Suplicó a una pareja que la acompañase “hasta mi edificio en la próxima cuadra” y, no más cerró la puerta, arrancó a llorar.

Por otro lado, sus amigos –hombres– le confiesan a modo de “juego” que ella es “tronco de mujer” y que “comparte en talla”, pero que jamás podrían ser pareja suya, porque no aguantarían eso de que “uno llegue a las nueve de la noche a la casa y la jeva se aparezca a las dos de la mañana. Arlet les ríe la “gracia” y sigue la rima, mientras escurre hasta su garganta un trago de whisky, bien fuerte, como le gusta.

Hace pocos días, en un festival de música, le comentaron que querían conversar con ella y la llevaron ante el mismo señor que, un año y cuatro meses atrás, la había despreciado. Sin levantarse de la silla, el director la miró de arriba a abajo: “tú sabes que ahora la orquesta está en boga, hasta hemos salido cantidad por la TV”. “¿Verdad? Qué milagro que no los he visto, porque mira que yo veo televisión, chico”, respondió Arlet con la agridulce ironía que exigen ciertos círculos de la farándula.

“A ver –continuó el hombre–, la cuestión es que voy a botar al trombonista y quiero que tú entres en el grupo”. Arlet perdió por un instante el control de sí y, señalándolo con el índice de su mano derecha “le dije: Tú sabes con quien estás hablando ¿verdad? Yo espero que te acuerdes de mí. Yo soy la misma a la que tú ni siquiera escuchaste tocar por el solo hecho de ser mujer. Gracias por la oferta, pero ahora mismo tengo trabajo con media ciudad y no me alcanza el tiempo”.

“Cuando quieras hablar de negocios –insistió el director con su soberbia barata–, ya sabes dónde encontrarme”. Ella fingió una sonrisa, volteó y se fue.

“Esa noche, subí a la tarima a tocar con todo, estaba indignada pero orgullosa, inflada, como si Alexander Abreu acabara de invitarme a grabar un disco con Havana D´Primera o como si Isaac Delgado me hubiese llamado a formar parte de Los Metales de la Salsa. En aquel escenario, con el trombón en la mano, di más cintura que nadie y toqué con una fuerza que ni sé de dónde salió. Yo quería que me viera, me escuchara y sufriera. Yo era la tipa”.

Además de todo eso, Arlet resulta una compositora nata. Las noches entre semana se encierra en el cuarto a escribir canciones de amor y las graba con su voz melodiosa en el mismo teléfono celular. Las muestra a dos o tres allegados que la instan a buscarse un espacio para cantar con cualquier guitarrista, aunque sea un bar, y le argumentan que su voz es suave y agradable y hasta suena como la de Diana Fuentes.

Pero ella no se cree tanto y, por ahora, se conforma con atormentar al barrio con los clásicos del trombón antes de ponerse a ensayar los cornetazos de timba por los que cada fin de semana le pagan. Libera su estrés hablando sola con su perra… que la entiende o la atiende o por lo menos la mira cuando mueve los labios y, también, piensa en el enamorado que la volvió loca cantándole boleros en el malecón.

Luego regresa al presente, se baña, come cualquier cosa, se maquilla, se viste, coloca su estuche en forma de mochila, le da un buen trancazo a la puerta para que cierre y pasa doble seguro. Son las diez de la noche. Arlet volverá a las dos.


Publicado en Cubahora

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