Mi padre, poco a poco, se fue quedando sin amigos. Aquellos de la juerga desenfrenada, los que se le sentaron al lado a quejarse de mujeres lúcidas que salían corriendo, los del abrazo joven y el auto atiborrado, la velocidad, el alcohol, los que juraron estar… todos se fueron.
Partieron porque la vida es así, porque la gente suele querer más, aun sin calcular lo que tiene, porque siempre ha pasado y el mundo no se ha detenido a preguntar y porque aunque lo vendan todo, queda esa poética fe de que donde se deja un amigo se siembra una casa, un barrio, un país o, simplemente, la embajada de lo que fuiste y querrás seguir siendo pero, en definitiva, jamás volverás a ser.
Como iba diciendo, aquellos que conocí con mis ojos de bebé se dispersaron por el mundo como bolas en mesa de billar y, con ellos, fue pasando lo mismo que con un bombillo: después de brillar por años, comenzaron a fallar y a fallar y a fallar, hasta que sus luces terminaron por apagarse y se perdieron.
***
A Israel lo conocí con quince años, arrancando el pre y, de tan diferentes, todavía no sé cómo nos convertimos en amigos. Quizás en el camino diario de regreso a casa o en el antagonismo entre quien solo conocía sobre mujeres por mitos urbanos y el que le restaban pocos secretos por descubrir en esas lides.
De eso hablábamos, de mujeres: yo le contaba mis dramas existenciales y él me hacía cómplice de sus guerrillas cotidianas, guerrillas que convivían unas cerca de otras y a veces se entrecruzaban.
Israel llegaba y me decía: “Tosco, mi hermano, lo que me pasó ayer” o “si tú ves el pescaíto que me llamó”. Entonces entrábamos en el clásico intercambio de frases machistas que todos nos sabemos de memoria.
Sin embargo, Israel solo libró dos grandes guerras y ambas tenían nombre: Martica, una muchacha que en la secundaria le había agarrado el alma, se la había virado al revés y que, luego, desde otras geografías, seguía propinándole algún que otro dolor en el pecho; Denise, una del grupo nueve del pre, bonita desde su tímida sencillez, que lo vio y no volvió a tener ojos para nadie más.
Un día de tantos, mientras cruzábamos el puente Sánchez Figuera sobre el río San Juan, apretados en una ruta diecisiete, le solté: “Isra, acere, esa va a ser la mujer de tu vida”. Sonrió con preocupación y respondió que no, que yo estaba loco.
En las tardes íbamos al parque de “los amarillos” a jugar fútbol y a Israel le temían con el balón en los pies. Encima de eso, era un alardoso incorregible que con el verbo y los cambios hacía quedar como tontos mal parados a los pseudofutbolistas de mayores ínfulas.
–Tosco, el otro día, en Colón, me puse asqueroso. Imagínate que la gente me decía: “Isco, deja el abuso”.
Como nuestros chores no tenían bolsillos, guardábamos unas monedas en los zapatos mientras duraba el partido. Del fútbol, caminábamos hasta el gimnasio, cada uno llevando en la mano el peso que costaba la entrada. Y allí, entre los hierros y la tierra colorada de aquella terraza, seguíamos dando la cháchara de las anécdotas, los cuentos... lo que queríamos hacer en la semana o el día, los planes a largo plazo, las borracheras, las broncas con los padres por las incomprensiones entre adolescentes y menopáusicas, el examen que venía y nuestra falta de estudio y, otra vez, las mujeres.
–Tosco, yo te veo igual de flaco. Vas a tener que tomar algo para comer más porque te mueres haciendo ejercicios y no subes. Tienes que engordar, acere.
Los sábados caíamos en la fiesta de música electrónica que hacía temblar la azotea del edificio donde radica la ACAA provincial. El ritmo nos daba lo mismo, la letra ni la entendíamos; llegábamos hasta ahí en el intento de escapar del mal ambiente, bajo la falsa creencia de que los problemáticos nada más que escuchan reggaetón y detestan la música en inglés.
Y los círculos se formaban a su alrededor, todos lo buscaban y terminábamos en alguna parte, discutiendo de política, fajándonos con argumentos vacíos y repetitivos y sobre cosas que ni sabíamos lo que significaban.
El lunes que examinamos Matemáticas en las pruebas de ingreso, compró una caneca de ron oscuro y, al bajar el sol, fuimos para la playa hasta que nos sorprendió la noche hablando sandeces. Antes de caer en superficialidades, filosofamos de lo que significaba terminar el pre y ¡contra! lo rápido que el tiempo insiste en correr.
Apenas una semana después de la graduación, entramos a la previa en la misma unidad militar pero en compañías distintas. Nos veíamos de lejos y, si podíamos, intercambiábamos par de enseñanzas de la vida en “el verde”, antes de que guturales voces de mando nos devolvieran a la soledad de marchar en un pelotón, rodeados por desconocidos.
La vez que más logramos compartir fue en una recreación. Me presentaba con euforia a sus nuevos amigos y les decía: “oye, este es mi hermano” y ellos le respondían que entonces también era el suyo.
–Tosco, ¿tienes hambre?
De un grito, llamó a uno de los que me había presentado y conversó con él en una esquina. El recluta observó nervioso hacia los lados y le entregó dos paquetes sacados del bolsillo de atrás.
Israel estrechó mi mano y dejó caer los bultos de nailon, me dio un abrazo y secreteó: “Que no te cojan con las galletas esas; cómetelas que están especiales”.
Una noche, ya en segundo año de la universidad, en el piso veinte de F y 3ra recibí su llamada para que bajara al Malecón. Cuando le pregunté qué hacía en La Habana, confirmó lo que había comentado meses atrás.
–Voy a pedir licencia en la facultad. Estoy viendo lo del pasaporte en la embajada de Chile. Tú sabes que Denise está sola y voy con ella a ver cómo está aquello. Tranquilo, que regreso en menos de un año y mato lo que queda de carrera.
Al llegar al Santiago de allá, publicó una foto con Denise, quien lo esperó en el aeropuerto con un cartel enorme que confirmaba lo que yo le había sentenciado a mi amigo una tarde de uniformes azules perdida en el tiempo, mientras cruzábamos un puente sobre el río San Juan.
Comenzó laborando en trabajos de extranjeros. Mandaba mensajes de voz explicando que estaba en una brigada donde había que hacer mucha fuerza, el trajín lo tenía loco y “te dejo, Tosco, que ahora no puedo hablar”.
Meses después, subió a Facebook un video en el que rebanaba verduras con la rapidez de cualquier película y, hasta hace poco, otros más en los que le demuestra al mundo sus nuevas habilidades con la carne y las hamburguesas de res.
Israel no ha vuelto y, por estos días, vamos descubriendo cuán imposible de anestesiar se antoja el dolor de las grandes distancias, la sensación de vacío, pérdida y la terrible certeza de que nuestros caminos, seguro, se cruzarán en par de meses, años, décadas… pero, definitivamente, nunca regresarán a vagar en paralelo.
Publicado en Cubahora
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