Alain Mira López (texto y foto)
Hace tres días descubrí que mi apartamento mide ocho metros cuadrados. Realmente jamás me interesó su tamaño, decir que vives en un edificio es sinónimo de poco espacio.
Siempre quise saber de dónde salían las hormigas que utilizan mi cuarto como autopista para llegar a la cocina, pero nunca se me ocurrió seguirles la pista. Después de tres días ya tengo identificados varios hormigueros. Me queda algo de cipermetrina; se me ocurre realizar un exterminio en masa.
“Mis lagartijas caseras”, como gusto de llamarles a las pequeñas salamandras que conviven conmigo, siempre hacen el mismo recorrido por la pared de la sala en las tardes. Bueno, al menos en los tres días que llevo observándolas.
Debo confesar mi repentino interés de denunciar a quienes trabajaron en la construcción del edificio de microbrigada que habito. Las losas de piso cerámico no están al mismo nivel, ya he contado cinco que sobresalen y dos hundidas. Pésimo trabajo.
Hace tres días noté que en la pared descascarada del baño, en uno de los lugares donde se cayó la pintura, parece un águila; por otro lugar parece un ratón. Ayer, incluso, imaginé al ave desplazándose por la pared intentando capturar al roedor mientras estaba en el sanitario. La persecución duró alrededor de una hora. No estaba dispuesto a irme hasta saber cómo terminaba la historia.
La verdad es que hace tres días conozco mejor mi contexto casero, compuesto por un pequeñísimo ecosistema salvaje y un apartamento necesitado de pintura. Desde que me impuse la autocuarentena para evitar contagiarme con la pandemia, he descubierto cuántas cosas puede encontrar el hombre cuando esta aburrido.
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Aun no comprendo a que se debe tanto aburrimiento. Normalmente disfruto estar varios días dentro del apartamento sin salir. He estado semanas enteras. Me sentía un rey.
Quizá ahora, como es de alguna manera prohibido, me asalta ese instinto de rebeldía que tanto le nace a la humanidad cuando es forzada a algo.
Por ejemplo, el domingo se jugó béisbol en el terreno ubicado detrás de mí edificio multifamiliar; en otra coyuntura me hubiese agarrado el vago interior y ni me inmutaba, pero, en esta ocasión, el pelotero frustrado que vive en mí hizo acto de presencia y casi termino llorando por no poder salir.
Sí, sé que la cuarentena es autoimpuesta, y como buen cubano, la puedo romper cuando me plazca, pero me gusta cumplir las reglas y si eso implica mantenerme sano, bienvenidas sean las lágrimas, y quizá también unas libras extras a mi peso corporal.
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Cuando uno se involucra en este tipo de situaciones es inevitable volverse economista; cuanto menos contable. En tres días he llevado el control de gastos mejor que un banco, contando el presupuesto cada vez que se compra algo. A este paso terminaré siendo auditor o algo así.
Ya vi todos los filmes decentes que archivo en mi almacén digital. Ahora debato sobre cuál, del rastrojo cinematográfico restante, me entretendrá por una hora o dos. Bueno, si es que logra, siquiera, entretener.
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Mientras escribo estas líneas se me ocurre retomar viejas lecturas interrumpidas por motivos banales o de otra índole. Presidio Modelo voy a por ti. Socialismo Traicionado, tú también estás en la lista. Cincuenta años de economía cubana, no te escondas, por fin llegaré a tu final.
Esta autocuarentena me ha recordado cuantas cosas me quedan por hacer. Cuantos sueños mantengo en stand by, pausados por situaciones inmediatas, urgentes a ratos, no tanto la mayoría.
Al final, la pandemia será controlada, ¿tarde o temprano? No tengo ni la más remota idea. Solo sé que me quedan unos cuantos días de autoencierro, pues el refrigerador está lleno y por aquí todos los días pasa algún que otro vendedor. También me queda “alguito” en la billetera.
En fin, seguiré escribiendo textos gonzos (más que gonzos, zonzos) y aprendiendo cosas sin importancia, que estoy en cuarentena autoimpuesta y el tiempo no se mata solo.
Publicado en Cubahora
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