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La tríada de las costumbres

No han pasado dos meses desde que mi suegra –de las mejores del mundo, hay que decirlo– lo trajo en la mano y me lo presentó Con una sonrisaManuel González Bello era canoso, bigotudo, con armadura en los brazos y los pelos del pecho –y el pecho– descubiertos al aire libre.

Me habló de todo un poco, fundamentalmente de esas cosas del día a día, a veces no tan agradables, que al final se asientan en los meses, los años y terminan por perpetuarse. Ellas ahí, haciéndose las circunstanciales…

Justo a mi lado, cual compinche, Manolo disertaba sobre el final de los noventas y la arrancada de los dos mil: los aeropuertos, las malas palabras y lo triste de su extinción por el exceso de uso, las goteras, el aviso a los de abajo de las visitas de arriba, las permutas, los bolsos de mujer, las clases de borrachos, de cucarachas, de ladrones… y un burujón de cuentos que me hicieron reflexionar en silencio: ¡Contra… qué poco hemos cambiado en veinte años!

En medio de aquello, fui a buscar a El vecino de los bajos que, encantado, se unió a la disertación. Enrique Núñez Rodríguez era un algo más nostálgico, como si el gran suceso de la humanidad fuese que, en alguna parte del mundo, un colibrí le acariciara el rostro a un viejo gordo y cachetudo.

Hablaba mucho de Quemado de Güines, el pueblo de Villa Clara en el que nació y aprendió unas cuantas mañas que terminaron por desembocar en risas –las suyas y las de unos cuantos más.

Con cada anécdota del sitio, tanto en los treintas que en los ochenta, yo sonreía de manera tan nerviosa que, casi gagueando, le soltaba: “Enrique, compadre, tú no sabes cuántos Quemados quedan en Cuba aunque no sean ni de Güines ni de las Villas”.

Y continuaba riendo de él mismo, del día en que se detuvo bajo un aguacero en Cárdenas solo para abrir la puerta del carro y preguntar a un niño si estaba lloviendo mucho, o de la noche en que un negrón lo llamó “hombre valiente” por el hecho de darle botella a un individuo con sus características físicas y a esa hora.

No pasaron cinco minutos antes de que me retumbara la puerta. Ahí estaba Héctor Zumbado con una jarra llena de Limonada. Busqué vasos y comenzó a repartir.

Héctor hablaba de los sesentas y setentas. En un dos por tres nos dibujó a determinados personajes: al cara de tabla, al esnoboide, al tornillo, al filtro, a las distintas razas de burócratas y a las variadas especies de dirigentes.

Hay que admitirlo, acabamos hablando mal de una pila de gente, pero… qué se le va a hacer, existen personas de las cuales no se debe orar bien ni en el periódico y que, sin dudas, merecen mención en las estrujadas páginas del grisáceo tabloide.

Zumbado, que con la risita le dejaba caer su pulla al más pinto del palomar, adivinó por la manera en que lo atendía cómo, aún hoy, vamos rodeados de personajuchos –a cualquier nivel o espacio– con cuyo ácido, un poco de agua y azúcar, también se puede elaborar un jugo de frutas amargas, de esos que refrescan pero tienen de fondo un mal sabor.

Fue entonces que mi amigo Haroldo que, desde que le di la llave de mi domicilio ya ni toca antes de colarse, apareció y se sentó a chismear. Dejó caer sus cuentos –no menos picantes– y, envidioso como es –para qué afirmar otra cosa–, los a garró a los tres (a Manuel, a Enrique y a Héctor) y se los llevó para su casa; con ellos, el guateque que yo había formado.

Hice por acompañarlos, pero Haroldo –muy buena persona, pueden ver, no es– me dijo que no inventara tanto, que no fuera tacaño, que se los prestara, que ahora le tocaba a él… Y ellos, que no están en nada pero andan en todo, encogieron los hombros, me abrazaron y partieron. 


Publicado en Cubahora



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