La expresión facial de este viejo vale dinero. Vale más, incluso, que las dos pesetas salvadoras que le acaban de poner en la mano.
Son las once y treinta minutos de un domingo que tiene 23 horas. En La Habana, la primera parada de lo que sea nunca está vacía y en la cola de los parados quedamos diez, doce… tal vez quince.
El viejo ha llegado con la cabeza gacha, el torso cóncavo y un saco a la espalda. Las ropas se me antojan viejas: no tan limpias como las del resto de los futuros pasajeros, no tan sucia como las de otros tantos que, al igual que él, se mueven por la ciudad a cualquier hora y bajo todo clima, con un jolongo a cuestas cargado de nadie sabe qué.
Su mirada inspeccionaba el suelo cuando un muchacho de unos treinta años hizo que lo mirase y, extendiendo la mano, dijo “tome”. El señor no había pedido nada. Solo llevaba a rastras la vista y al hombro el saco.
Fue entonces cuando esgrimió ese rostro del que hablo. La cara de un tipo incapaz de encontrar en el instante las coordenadas para que su lengua formulase una construcción semántica de agradecimiento. El semblante mulato como iluminado por el asombro y la incredulidad. Los párpados que aprisionan a las pupilas y acto seguido desprotegen la totalidad de los ojos, todo ello en un tempo que desobedece a cualquier normalidad fisiológica.
También está el ceño que se atrofia, los orificios de la nariz que se ensanchan, la sonrisa a la mitad como la de un feligrés tocado de súbito por algo que nadie pudo ver. Encima de todo, esas dos pesetas en una mano que, hasta entonces, ondulaba vacía.
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Y ante la persistente impotencia de pronunciar una letra, atrapa la mano del joven con las dos suyas, se encoge un poco más, le da pequeñas palmadas por el brazo y la espalda y continúa mirándolo de manera incisiva, como quien yace deseoso —quizás a punto— de soltar el dichoso “gracias”. Pero la maldita palabra al parecer se enreda en algún recoveco nervioso de la cabeza y la orden no acaba de llegar por “los canales correspondientes”.
No urge que aparezca… si, al final, la gratitud es un fenómeno que de solo existir se percibe desde cualquier punto cercano, porque el agradecido va marcado por horas, días y hasta semanas.
Y como casi dice la canción, cuarenta centavos no son nada. Pero contra, parece prometedor que alguien se acerque para regalarte un viaje mientras corre la medianoche de un domingo trunco por el cambio de hora, bajo el frescor del que probablemente resulte el último de los frentes fríos. Un viaje largo que apenas cuesta dos pesetas, pero que vale mucho más, quizás tanto, incluso, como la expresión facial de este viejo que mañana, cuando el sol levante, volverá por ahí a perseguir latas.
- ( Publicado en Cubahora)
Imagen tomada de Havana Times |
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