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En tres y dos y perdiendo


Me dice por el auricular que Matanzas va perdiendo ante Camagüey. Se acaba de fracturar dos costillas y no le queda de otra que andarse quieto, sentarse al televisor y espantarse un juego de pelota. “Vamos a ver qué hacen –suelta con resignada calma– hay dos outs pero tenemos hombre en segunda”.

Abuelo tiene malas pulgas y siempre ha estado al frente de todo, por eso le cuesta asumir normas ajenas. Tendría que hacerlo; nadie, ni los hijos, construyen su propio barco para que otro sea el capitán. Él se niega. Prefiere morirse apestando en su cuartel general, solo, que oler a talco perfumado y bajar la cabeza y no poder gritar y no darse los purulentos tres tragos que, a estas alturas de la vida, le da la gana de tomarse.

Desde que se jubiló, ya nadie recuerda por qué berrinche, comenzó a envejecer. Lo supo de inmediato, sintió que los años querían cobrarle una factura por encima de lo común, como cuando gastas más corriente de la que toca y, así de sencillo, no lo quiso admitir.

Buscó una licencia de carretillero y montó una pequeña placita* en la sala de la casa. A ratos llegaba algún agente de la ley, le explicaba que tenía que comerciar en la calle y él sacaba la carta de “estoy viejo y solo, no puedo hacer fuerzas, menos que menos cargar una carretilla”.

Vendía lo mismo frijoles negros que guayabas y limones, puré de tomate, chícharo y hasta ron de contrabando. Un día se cayó aquí, otro allá y comenzó a advertir dificultades en la vista, mareos, dolores de cabeza.

La resonancia magnética mostró un centenar de pequeños infartos cerebrales y él preguntó cómo se curaba. Le dijeron “bueno, vamos a ver, a esta edad…”. Comenzó a buscar por la radio, la televisión y los periódicos, hasta que alguien le aseguró, con alto grado de franqueza, que el quilo, desde que el mundo es mundo, no tiene vuelto.

Tampoco le vino en la gana aceptarlo y agregó una frase a su acervo: “Estoy loco por que se me cure esto; nada más que esté bien… ya verás”.

Vamos por el quinto ining y el maldito juego sigue en las mismas… estamos perdiendo una carrera por cero.

Desde que abuela dejó de estar, la casa se convirtió en uno de los mayores desastres de la cuadra pero, como un patriarca en su otoño, demostró que vencer al general no resultaría tan fácil. Se sobrepuso a décadas de inactividad doméstica y aprendió a cocinar arroz con huevo o, con los centavos de la placita, mandaba a buscar una pizza al negocio de Juan Carlos.

El nieto que vive a su lado, de a poco, fue aprendiendo a hacerse cargo de esas cosas o, por lo menos, coordinarlas. A veces tarda en llegar, se pierde y el viejo levanta el teléfono y moviliza a media ciudad.

El muchacho aparece con un pozuelo lleno de comida y lo sirve. Quizás reciba algún grito de “mira la hora que es”, de “la carne tiene mucha sal” o, tal vez, un murmullo que sugiera que al batido le faltó algo de azúcar.

Y la familia, asentada en otros domicilios, acusa al joven por ya ser un hombre y no haberse buscado una mujer que le atienda la casa, que haga lo que abuela, que sea, quizás, un poco esclava… o porque se pasa el día por ahí, arreglando carros, embarrado de grasa, con la cabeza en mil planetas y los pies en ninguno…

Resulta difícil: tiene menos de 30 años y ellos están solos en esa enorme casa que con el tiempo se irá consumiendo entre el polvo, la sobriedad y el olor de los cerdos que van y vienen con los meses y el ánimo impredecible de los amaneceres.

Abuelo padece una mala circulación sanguínea que desde hace más de 20 años recondena sus tobillos. Las úlceras llegan, se marchan y vuelven a aparecer y él, como con su vista, no se cansa de asegurar: “Estoy loco por curarme para poder ir a donde yo quiera sin molestar a nadie”.

Se pasó toda una vida amenazando a los del solar de al lado con que, si seguían gritando y poniendo música alta 15 veces al año, les levantaría dos metros más de muro. Una vida después lo hizo y se sintió victorioso, invencible, como un cuarto bate, de los que sacan enorme el swing y dan la vuelta al marcador, como Arruebarruena El Grillo, que ahora, en el sexto, dio un jonrón con hombre en primera y cambió la cara del juego.

Al final no resolvió nada. Los del solar siguen teniendo un buen average de fines de semana festivos y la música se cuela por los poros del muro, lo trepa, lo brinca y pone a abuelo a “gozar” con lo más barato del reggaetón local y foráneo.

Él sigue construyendo planes, llora como los niños, agarra el teléfono para sacarle la lengua al espacio vacío que lo acompaña y se promete salir de un bache que la vida le ha construido tres cuartas superior a su medida.

Cuando el sol va en franco descenso, saca de alguna vitrina un elixir de dudosa procedencia y, buche a buche, se oscurece el día.

Esta vez, fue encontrado a altas horas de la noche tirado en el suelo. La radiografía describió la nueva fragmentación de sus costillas, además de otras fracturas “menores” de aventuras precedentes con idénticos cierre y clausura.

Abuelo yace ahora en una casa con normas ajenas y, sentado frente al juego de pelota, con ojos de cristal quebrado, acaba de ver cómo El Grillo, después de pegar jonrón, se ha ponchado en el octavo ining.

No se rinde, reprime gritos y piensa en su cuartel general abandonado, en el futuro y dice para los adentros: “Deja que me ponga bien; cuando vaya para allá… pongo mis reglas del juego y todo se hace como yo diga”.

Mientras, ve como su equipo gana el juego tras venir de abajo y, construyendo un paralelismo extraño, se convence de que la temporada aún no termina.

*Agromercado

Publicado en Cubahora


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